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El ajedrez y la libertad

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¿Querría jugar si las reglas del juego permanecieran inmutables, pero la distribución de las recompensas fuera alterada de acuerdo con los principios igualitarios: si los premios, los honores, la fama no fueran dados al ganador, sino al perdedor, si el hecho de ganar se considerara como un síntoma de egoísmo y el ganador fuera castigado por el crimen de poseer una inteligencia superior, y la pena consistiera en la suspensión por un año, para darles una oportunidad a otros? ¿Intentarían, usted y su adversario, jugar no para ganar, sino para perder? ¿Qué le causaría esto a su mente?

Ayn Rand

La serie “Gambito de Dama” ha puesto de moda el ajedrez, algo que celebro. El ajedrez guarda valores que nos acercan a aceptar la realidad tal y como es: altamente compleja y que empezamos a masticar desde los cuatro años, como indica el escritor Arturo Pérez Reverte en un maravilloso artículo. que indico abajo. 

Hace tiempo leí una carta de Ayn Rand a Boris Spasski con la que disfruté de la admiración que le supuso ver dos mentes al límite de su ingenio y disciplina. La rusa explora cómo el ajedrez se parece a la vida. No podría estar más de acuerdo en su apreciación. La escritora ve cómo el mundo es un tablero y las piezas tienen diferentes cualidades. Tienen sus fortalezas y debilidades y para sobrevivir no queda más que, dentro de los límites que nos ponen las leyes de la naturaleza y las leyes del poder, encontrar un hueco y ser felices.

¿Por qué me gustó tanto?

Porque la primera derivada, lo fácil, hubiera sido pensar “algunos nacen reyes y otros peones, pero seamos todos peones”, ¡puño al aire! ¿Qué resultado vemos con esta negación de la realidad? Hambre y guerra, lo llevamos viendo varios miles de años. 

El problema es el de siempre, ya que los peones no podrían ganar en ningún universo conocido a un regimiento de reyes, reinas, torres, alfiles, caballos y, sobre todo, peones. Bien diversificados, preparados para la dureza a la que se enfrentan y dispuestos a comportarse como un equipo. Siendo honesto, al final somos casi todos peones aunque de vez en cuando salga un Einstein, un Freud, un Kant o un Spaski, que son sustancialmente superiores al resto y no encuentro otra opción más que admirarlos. La alternativa a la admiración es la indiferencia, respetable, o la envidia, execrable.

¿Por qué mundo debemos luchar?

Por un mundo que protege al peón indefenso ante la crudeza de las piezas negras, por ejemplo, en caso de que consideremos ser las piezas blancas, que sería la realidad que nos rodea. Hay dos maneras de ayudar a una pieza indefensa en ajedrez: cooperando o compitiendo, casi sinónimos, por cierto. Cooperar sería si nos acercamos a la parte del tablero donde está el peón indefenso para auxiliarlo consiguiendo igualar fuerzas. Competir sería amenazar a las negras en el otro lado del tablero haciendo que el peón, gracias a la innovación y la creatividad de la jugada de las blancas, mejore su maltrecha situación de debilidad.

Por un mundo en el que de una vez aceptamos que ni somos iguales, ni partimos desde el mismo sitio del tablero. ¿Duro? Quizá realista. Y solo aceptando esa dureza podremos asumir que debemos dudar de quien nos ofrece libertades positivas, porque será el lobo de Caperucita. Debemos intentar conquistar, con la cabeza alta, las libertades, seamos quien seamos, nacer peón o nacer torre jamás nos puede quitar las ganas de ser mejores. 

Me retiro con Borges, cuando dice:

Dios mueve al jugador, y éste, a la pieza. 

¿Qué dios detrás de Dios la trampa empieza

de polvo y tiempo y sueño y agonías?

No se me ocurre mejor manera de acabar.

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