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El anarcocapitalismo pragmático: por qué Rallo y Capella tampoco tienen razón

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No hay un sistema más deseable y apropiado que la minarquía, que aboga por resolver los problemas complejosdejando que el orden espontáneo y la acción voluntaria ejerzan como únicos decisores.

1. Introducción

El baluarte intelectual más importante de la Escuela Austriaca de Economía se proyecta hacia el exterior a través de un muro fortificado que tiene en la oposición al socialismo la única justificación lógica que da sentido y coherencia a todos sus argumentos. La teoría de la imposibilidad del socialismo, así como los principios y conocimientos acerca de los órdenes sociales extensos y espontáneos, han acabildado los esfuerzos que diversos grupos de teóricos del liberalismo vienen realizando desde principios del siglo XIX.

Ahora bien, en el nivel epistemológico o metodológico, la teoría de la imposibilidad del socialismo se convierte en una suerte de dualismo. No podemos analizar la sociedad como lo haría un científico al uso, consagrado a la tarea de manipular las muestras que tiene delante de sus narices y que ha preparado él mismo para invocar alguna función concreta. La sociedad es un sistema altamente complejo, que no se deja analizar de dicha manera. En consecuencia, debemos actuar de forma inversa, partiendo de un principio simple, necesario, cuya constatación proviene del hecho de comprender que no hay ninguna alternativa posible. Muchos son los que conocen la tesis de Hayek en torno a los órdenes espontáneos y la imposibilidad del socialismo. Pero muy pocos los que se dejan persuadir por la lógica de ese juicio hayekiano, hasta desembocar en el concepto de axioma y su disciplina correspondiente, la metafísica (el propio Hayek rechazaba la metafísica). Todos critican los excesos del cientismo y los abusos que comete su hermano mayor: el intervencionismo político. Casi todos comprenden las circunstancias que ha traído esa rémora moderna, al ensoberbecer al investigador y elevarlo a las alturas del mesianismo, y al hacerle creer que debía aplicar los mismos aperos que propiciaron el éxito arrollador de la ciencia experimental también al estudio de la sociedad y la política.

Dice Hayek en La contrarrevolución de la ciencia:

La gran desgracia de nuestra generación es que la dirección que el sorprendente progreso de las ciencias naturales ha dado a sus intereses, de nada nos sirve para comprender el más amplio proceso del que, en cuanto individuos, simplemente formamos parte, o para apreciar cómo contribuimos constantemente a un esfuerzo común sin que lo dirijamos nosotros mismos o lo sometamos a las órdenes de otros.

A esto solo habría que añadir que el éxito de la ciencia, además de demostrarse inútil a la hora de realizar algunas valoraciones sociales, resulta en una suerte de ensoberbecimiento que, cuando es infundado, puede producir un efecto en las personas tremendamente dañino. Este peligro también es un motivo continuo de preocupación en Hayek y en todos sus discípulos y admiradores. Todos entienden los excesos que comete la ciencia al aplicarse al estudio de la sociedad. Sin embargo, nadie repara en esa otra manifestación del cientismo, casi inapreciable, que sigue solapando el discurso que construyen muchos liberales austriacos seguidores de Hayek, a pesar de todas las advertencias dadas por ellos mismos. Parece mentira que muchos sigan todavía anclados en la posición de partida, aplicando el monismo metodológico en muchos de sus debates, defendiendo las mismas opiniones que sus padres intelectuales se encargaron de combatir, aquellas que invocaban la unilateral defensa del empirismo como única herramienta de análisis y monopolio de la razón.

El criticismo hayekiano debería tener un corolario metafísico evidente. Si no podemos actuar sobre la sociedad empíricamente, debemos optar por usar un camino paralelo, el de la metafísica, y partir de un principio axiomático incuestionable, el cual podrá ser usado a priori precisamente debido a que es un principio de suyo necesario. Sin embargo, muchos austriacos siguen enrocados en una actitud claramente monista, que ha deslumbrado a tantas y tantas generaciones de investigadores, y que solo concede prestigio al método que emplea la ciencia. De ese modo, se empeñan continuamente en aplicar el análisis fáctico a todos los órdenes del conocimiento. Tenemos un buen ejemplo de esto en la actitud que adoptan Capella y Rallo con motivo del debate abierto que viene enfrentando a las facciones más anarquistas del liberalismo con aquellos liberales clásicos que abogan por el establecimiento de un gobierno limitado. El anarcocapitalismo pragmático que defienden estos autores no es más que la enésima muestra del cientifismo, otra consecuencia de esa obsesión maniática que lleva a muchos a querer aplicar la praxis del investigador en todos los asuntos intelectuales en los que deciden embarcarse. A continuación trataré de arropar con argumentos esta denuncia desnuda que acabo de realizar.

2. Admoniciones al discurso de Francisco Capella

En un artículo reciente aparecido en la página del Instituto Juan de Mariana, Francisco Capella aborda abiertamente el asunto del anarquismo de mercado, espoleado en parte por las discusiones que sobre dicho tema mantuvieron Juan Rallo y Miguel Anxo Bastos en el paraninfo de la universidad de verano que organiza todos los años el propio Instituto. No entraré a valorar la crítica general que realiza Capella en dicho opúsculo, con la que intenta poner de manifiesto los problemas que conlleva la visión del anarcocapitalismo, y con la que básicamente estoy de acuerdo. Rubrico completamente la descripción que realiza el autor a cuenta del anarquista libertario: la arrogancia que caracteriza a muchos de sus cofrades, y el orgullo henchido que resulta de creerse la punta de lanza del liberalismo y la solución definitiva al planteamiento cobarde y acomodaticio que, según ellos, proponemos todos los demás (así es como Capella moteja a los anarquistas de mercado; las palabras no son mías).

Pero me separo radicalmente de la línea argumental que cierra el artículo de Capella, con la que quiere concluir sus admoniciones. Dice Capella que el minarquismo también tiene muchos problemas, y que analizarlos y enfatizarlos no implica automáticamente que la respuesta sea el anarcocapitalismo. Dependerá en cualquier caso de cuáles sean más graves de resolver, y qué soluciones puedan encontrarse a los mismos. Y concluye: “Tal vez no exista una respuesta clara a cuál de los dos sistemas funciona mejor”. Casi podemos oler el tufillo cientista que desprende esta última afirmación. Con ella, parece que todo queda abierto. Todo deberá resultar de la investigación progresiva y siempre inacabada que realiza la ciencia. El autor se declara anarcocapitalista sensato, seguidor de un ideal deseado que, sin embargo, debe quedar sometido a la crítica y la investigación objetiva y continua.

Con todo, podemos constatar que el anarquismo pragmático no es más que otra versión del mismo cientismo de siempre. Para un cientista solo existe una vía al conocimiento, la vía inductiva y empírica. En mala hora aseguró Capella que hay que contemplar todas las jerarquías y circunstancias de una sociedad, si luego se olvida de la categoría epistémica que mejor define a la Escuela Austriaca de Economía, aquella que describe también una buena parte de la realidad: los axiomas y el deduccionismo austriaco que desarrolla los mismos.

Capella afirma que, aunque el Estado como gobierno monopolístico no es necesario en la mayoría de los casos, eso no significa que sea prescindible siempre. Y continúa diciendo: “…su existencia depende de ciertas circunstancias como la escala o tamaño del sistema y la complejidad de la tarea de coordinación…”. Pero, al mismo tiempo, es incapaz de aplicar estas reflexiones al ámbito de la epistemología y el anarquismo, evaluando de la misma manera las dos posibilidades que tenemos de conocer la realidad y ordenar la sociedad, la inducción científica y la deducción filosófica, la que analiza hechos complejos y se aplica en demostrarlos fácticamente, y la que parte de hechos sumamente sencillos y necesarios, que no tienen alternativa y que por tanto no requieren de ningún probatorio.

Capella aplica el criticismo (o cretinismo) científico a todas las formas de gobierno, tanto si se trata de anarquismo como si se trata de minarquismo. Lleva el método científico a todas las áreas del pensamiento; todo está sujeto a revisión permanente. De lo que no se da cuenta es que el minarquismo representa precisamente esa solución política que él pospone para dentro de cien años. Los problemas que entraña la falta de gobierno central solo pueden subsanarse con la instauración de un gobierno central. Y los problemas que resultan del gobierno central solo pueden corregirse limitando al máximo las funciones del mismo. Y esto, señores míos, no es otra cosa que la minarquía. El minarquismo es la única teoría verdaderamente inclusiva, la única que es consciente de los problemas que existen a uno y otro lado del espectro ideológico, y la única que aboga por una solución intermedia, que repare ambos tipos de problemas, haciendo uso de todas las herramientas que tenemos a nuestra disposición, permitiendo el libre mercado allí donde este opera mejor, y reservando algunas funciones claves para el Estado, concretamente aquellas que desempeñan un papel colectivo insustituible, la garantía de los derechos individuales y la defensa del territorio y el marco institucional que sirven para poner en práctica esos derechos. Resulta absurdo que Capella reivindique el valor de contemplar adecuadamente todos los niveles jerárquicos y todos los problemas, y luego ponga en igualdad de condiciones al anarquismo y al minarquismo, toda vez que el primero manifiesta un grave déficit de soluciones, mientras que el segundo intenta poner en práctica todos los arreglos posibles, los que resultan de la acción en el nivel individual y los que avienen con el ordenamiento común y la jerarquía general. El único sistema capaz de optimizar al máximo las energías de una sociedad capitalista es el sistema minarquista. Esta es una afirmación invariable que no depende de demostración alguna. Pero Capella se deja seducir de nuevo por ese señuelo de la ciencia que imita el canto de las musas, y al cual tantos hombres han sucumbido a lo largo de la historia reciente. Habitualmente, la mayoría de ellos ni siquiera son capaces de concebir un mecanismo intelectual distinto. Si acaso intentas llevarles al terreno de la filosofía, y les quieres persuadir de la existencia de algunos procedimientos alternativos muy concretos, que no niegan el amplio y vasto campo de la ciencia, sino que lo enriquecen con argumentos apodícticos, enseguida te responden con alguna alusión al método científico, la falsación de Popper, el criticismo de Hayek, el escepticismo de Hume, o el empirismo de Bacon. Parece evidente que no acaban de entender la diferencia que existe entre filosofía y ciencia.

La minarquía por tanto es el único sistema que contempla esa división esencial que distingue los fenómenos complejos, que no pueden dirigirse de forma centralizada y que dependen en cualquier caso de los gustos, los experimentos, las acciones y las decisiones de los particulares, de aquellos otros hechos que son tan claros y necesarios que constituyen las condiciones de posibilidad de todo el sistema, y que por tanto deben estar representados y asegurados por un único órgano central, al que llamamos gobierno limitado o estado mínimo. La minarquía es la única solución al problema del gobierno, la única que da muestras de alcanzar una mayor operatividad y optimización, la única interpretación de la realidad que tiene en consideración todos los niveles jerárquicos, todos los grados de complejidad, todas las formas posibles de gobernabilidad, y todas las heurísticas del conocimiento.

3. Admoniciones al discurso de Juan Ramón Rallo

La posición que ha acabado adoptando Juan Rallo con respecto a la anarquía es bastante similar a la que viene blandiendo Francisco Capella desde hace tiempo, al lado de sus partisanos, o delante de sus adversarios. Por este motivo, cabe catalogar también a este autor dentro de la categoría de anarquista pragmático, como por otro lado el mismo se define. Aun así, debemos repasar algunos puntos interesantes de su exposición, por lo que tienen de novedosos y originales. En la charla que impartió Rallo este año en la universidad de verano que organiza el Instituto Juan de Mariana se aprecian una serie de argumentos muy bien construidos y perfectamente ordenados y sistematizados, los cuales pretenden poner de manifiesto las fallas que presentaría el anarquismo de mercado que hoy en día se arroga la máxima pureza en cuanto a liberalismo se refiere.

Rallo comienza planteando dos dicotomías básicas. Para empezar considera oportuno diferenciar el anarquismo filosófico del político. Esto es, los ideales últimos de una teoría abstracta, de la praxis y aplicación que conlleva la misma en el ámbito de la organización social. En segundo lugar Rallo diferencia dos tipos de debate, aquel que se refiere a la posibilidad de implantar una anarquía liberal y aquel otro que analiza la conveniencia de tamaño proyecto. Esto es, la factibilidad y la deseabilidad de la empresa.

Convengo absolutamente con la segunda clasificación, como más adelante tendré oportunidad de demostrar. Pero me desligo totalmente de la primera dicotomía. Jamás he pensado que la filosofía, la ética, y la política pudieran discurrir por caminos separados. Como ya nos apercibiera Ayn Rand en el siglo pasado, la teoría y la práctica solo son correctas cuando se refieren la una a la otra; ninguna teoría es buena si no tiene una aplicación concreta, y ninguna práctica tiene sentido si no trata de demostrar alguna teoría. Esto, que es tan obvio, resulta negado una y otra vez por pensadores de la talla de Rallo, y requiere que lo recordemos tantas veces como sea necesario. Es más, la justificación del liberalismo y la ética política que éste avala, solo hallarán una defensa definitiva si consiguen demostrar la íntima relación que les une con los principios mas básicos de la realidad, los cuales solo encuentran asiento en el interior de las formaciones kársticas que dibuja el terreno de la filosofía. En este sentido, resulta bastante contradictorio afirmar que uno se considera anarquista filosófico y sin embargo tiene serias dudas sobre cómo aplicar el programa en el ámbito político. Si alguien es anarquista filosófico es porque ha llegado a la conclusión de que los principios más esenciales de la realidad demuestran la plausibilidad del programa que defiende, motivo por el cual debería ser también un programa susceptible de llevarse a la práctica. Si uno tiene dudas sobre la plausibilidad del programa, también debería plantearse las mismas dudas en lo que respecta a la filosofía que lo sustenta. Mi opinión es que Rallo intenta separar la praxis de la teoría para, a continuación, dar una cierta legitimidad e independencia al proyecto de investigación científica en ciernes que, según él, debe abordarse junto con el debate que gira en torno a la conveniencia del modelo anarcocapitalista. En este sentido, Rallo es un pragmático más. Solo concibe la investigación desde el plano de la ciencia. Piensa que la ciencia es la única empresa que puede dotarnos de las herramientas adecuadas para dilucidar el problema social al que nos enfrentamos. Y piensa asimismo que la filosofía solo puede ofrecer un ideal abstruso, que uno puede abrazar sin mancharse demasiado las manos, sin preocuparse por explicar a qué se está refiriendo o cuáles son las medidas para ponerlo en práctica, y del cual podemos prescindir para todo lo demás. Por eso comienza su charla declarando que es un anarquista filosófico, y a continuación, sin solución de continuidad, y sin detenerse a valorar alguna otra disquisición filosófica, pasa a analizar la praxis fundamental del problema. Ese desprecio hacia la filosofía que evidencia el discurso de Rallo, así como la obsesión por desarrollar en la medida de lo posible una demostración fáctica coherente, es lo que caracteriza al cientismo que ya vimos más arriba cuando diseccionamos las ideas de Capella. Es este cientismo una enfermedad tan extendida en la población que afecta incluso a la casta mejor preparada, la de los liberales austriacos, aquellos que tienen en sus manos unos argumentos filosóficos impecables, el sistema axiomático de Mises y Rothbard, la alternativa al historicismo, el cientismo, y el constructivismo social.      

La segunda disposición que introduce Rallo en el debate aspira a diferenciar dos condiciones del sistema: su posibilidad y su deseabilidad. Esta apreciación es sumamente importante. El anarquismo es con toda seguridad un sistema factible, sobre todo en aquellas sociedades más evolucionadas que ya han interiorizado el respeto hacia el otro y las normas de convivencia. Pero en ningún caso es el sistema más deseable, puesto que la optimización y adecuación a las reglas se consiguen solo cuando existe un gobierno central limitado. La minarquía aporta todas las soluciones posibles al problema, es una visión del mundo más acertada, completa e inclusiva. Los problemas que resultan de la falta de gobierno se solucionan con un Estado mínimo, y los problemas que nacen del exceso de gobierno se amortiguan también con un Estado controlado y pequeño. Además, la minarquía es la única teoría política realmente consecuente con los principios axiomáticos, precisamente aquellos que definen a la escuela austriaca de economía.

Por consiguiente, coincido con Rallo a la hora de considerar y avalar la posibilidad del anarquismo. Normalmente, los anarquistas de mercado pretenden desviar el debate hacia aquellas disquisiciones que intentan poner en duda la viabilidad de su sistema. De forma un tanto artera, achacan a los minarquistas que digamos que la anarquía es una utopía imposible. Pero el verdadero minarquismo, al menos el que yo defiendo, no afirma que la anarquía sea irrealizable, sino que lo que dice es que el minarquismo es un sistema más adecuado. De ahí la conveniencia de distinguir posibilidad y deseabilidad, para que los anarquistas no equivoquen el blanco cuando disparan sus rifles. El debate debería centrarse en saber cuál de los dos sistemas es el mejor (cuál es más estable), y no cuál de ellos es posible.

Lo más curioso de todo es que Rallo, a pesar de abogar por la investigación empírica, se muestra también conforme con su designación de filósofo anarquista. Es decir, primero afirma que hay que investigar la viabilidad del anarquismo. Pero inmediatamente pasa a constatar que, en el ámbito filosófico, ya se habría probado la superioridad de tal sistema. Esta doble vara de medir no tiene ningún sentido, y solo se explica si entendemos que Rallo concibe la filosofía como un ideal y no como un sistema de evidencias reales (otra prueba más de su desprecio por esta disciplina). Por consiguiente, Rallo se equivoca de dos maneras, primero al pretender que la filosofía se constituya en ideal y apadrine la causa del anarquismo, y segundo al querer llevar a cabo una demostración definitiva por la vía del empirismo. Su anarquismo filosófico adolece de una demostración deductiva y ontológica suficientemente clara: es un brindis al sol. Y su programa de investigación en el ámbito del anarquismo político peca de un exceso de confianza científica: es una concesión a los mayores enemigos que ha tenido la escuela austriaca.

4. Conclusiones

Con todo, debemos concluir que el método científico no es la única alternativa epistémica que puede contemplar el investigador. Esto lo deberían saber los economistas austriacos más que ningún otro. La escuela austriaca se fundamenta en el método deductivo; nace cuando Menger declara que las ciencias sociales deben prescindir de las herramientas empíricas que utilizan los historicistas para dilucidar sus problemas, y que deben partir en cambio de unos axiomas que cobran importancia precisamente porque consiguen alejarse de cualquier demostración fáctica, renuncia que resulta vital cuando se trata de analizar sistemas altamente complejos, que no pueden someterse a experimentación. La postura de Rallo es claramente una postura cientifista, más cercana al historicismo decimonónico que combatía Menger que a la escuela a la que él mismo dice pertenecer, de la cual ha obtenido gran parte del bagaje intelectual que le caracteriza. Nadie discute el poder de la ciencia en aquellos campos que se dejan investigar. Como decía Hayek también en La contrarrevolución de la ciencia: “Tal vez sea recomendable recordar al lector una vez más que las críticas que aquí se han formulado solo se dirigen contra un mal uso de la ciencia, no contra el científico en el campo especial en que es competente, sino contra la aplicación de sus hábitos mentales en campos en los que no lo es. No hay conflicto entre nuestras conclusiones y las de la auténtica ciencia” Por el contrario, se discute su aplicabilidad en ámbitos que no le son propicios, cuando se trata de describir sistemas altamente complejos, y también cuando aspiramos a determinar la mejor manera de gobernar esos sistemas. Por tanto, nada hay que decir tampoco en relación con aquellos intentos que abogan por construir un Estado mínimo que se limite a definir el marco institucional y los términos generales de las condiciones de posibilidad que facultan al hombre para buscar su propia felicidad. La imposibilidad del socialismo se refiere exclusivamente a la incapacidad para dirigir órdenes extensos. Por tanto, esta imposibilidad no se puede aplicar a la minarquía, que únicamente decide sobre cuestiones muy básicas y elementales, de suyo conocidas. Los anarcocapitalistas meten en el mismo saco esas dos categorías, y resultado de ello es su manía por extender la crítica del socialismo también al minarquismo y el liberalismo clásico, como hace Jesús Huerta de Soto. Cuando se trata de hablar de principios fundamentales, no hace falta recurrir a la ciencia fáctica, como también hacen Rallo y Capella. La discusión que enfrenta a minarquistas y anarquistas se lleva a cabo precisamente en ese plano, el de los principios más elementales. Unos abogan por implantar esos principios de manera deliberada, y otros dicen que los mismos devienen de forma natural con el paso del tiempo. Pero tales presupuestos no dependen nunca de ningún tipo de demostración fáctica. En todo caso, son principios apodícticos, condiciones de posibilidad, requisitos de partida, y necesidades existenciales.

No hay un sistema más deseable y apropiado que la minarquía, la cual aboga por resolver los problemas complejos que enfrenta la sociedad en el día a día (por ejemplo, la mejor manera de desplazarse entre dos puntos, o el gusto de los tomates) dejando que sea el orden espontáneo y la acción voluntaria de los distintos agentes y consumidores los que ejerzan como únicos decisores, y en aquellas otras cuestiones, de suyo mucho más sencillas, que describen condiciones de posibilidad y principios elementales, y que tratan de dirimir problemas generales que afectan a todos los participantes y que no pueden ser individualizados ni concentrados en ninguno de ellos, dejando que sea un órgano de decisión común (un Estado mínimo) el que defienda en última instancia las leyes más básicas. Esta, y no otra, es la única manera de alcanzar el óptimo de Pareto. Tanto el anarquismo como el minarquismo adolecen de problemas propios (nadie dijo que el mundo fuera perfecto). En esto deberíamos estar todos de acuerdo. Pero por eso mismo, también todos deberíamos admitir la superioridad de la minarquía. Para saber cual de ambos sistemas es el más adecuado, no hay que esperar mil años a los resultados que obtengamos en las pruebas de campo que hayamos planificado con anterioridad. El anarquismo nunca podrá enfrentarse con aquellos problemas inminentes que devienen de la falta de Estado, precisamente porque no cree a priori en ninguna forma general de gobierno. Por su parte, el minarquismo, al ser mas consciente de todos los tipos de problemas (los que enfrenta el hombre como individuo solitario y los que encara la sociedad como conjunto), y al entender también cuáles son los peligros que conlleva el exceso de poder y el Estado (su tendencia a volverse hegemónico y excederse en el peso), será capaz de resolver en el medio plazo todos los dilemas, tanto aquellos que provienen de la ausencia de Estado, como aquellos otros que se deben a su presencia excesiva. Un piloto de carreras tiene muchas más probabilidades de llegar a la meta en primer lugar si dispone de neumáticos de lluvia y de ruedas especiales para terreno seco. Entender cuáles son los problemas, qué tipos existen, o qué soluciones podemos adoptar para resolver cada uno de ellos, es la mejor forma de alcanzar el óptimo de Pareto. Y no hace falta ninguna investigación científica que nos demuestre eso. La minarquía es el único sistema político que dispone de ambos tipos de neumáticos, el único que hace paradas en boxes para cambiar de ruedas, y el único, en definitiva, capaz de sacar todo el provecho al vehículo que tiene, mejorando al máximo su rendimiento. Traducido a un lenguaje político, esto quiere decir que la minarquía es el único sistema que optimiza al máximo el bienestar de los individuos y el progreso de la sociedad como conjunto. La meta de todo liberal debería ser la minarquía. El anarquismo es simplemente una vana ilusión de la lógica, un objetivo falso.

2 Comentarios

  1. Eladio, tú no defiendes el
    Eladio, tú no defiendes el dualismo metodológico, lo tuyo es apriorismo puro. Abres El artículo defendiendo la combinación de apriorismo y emprisimo, pero es mentira.

    En la réplica a Capella dices esta perla:

    «El único sistema capaz de optimizar al máximo las energías de una sociedad capitalista es el sistema minarquista. Esta es una afirmación invariable que no depende de demostración alguna.»

    Dejando a un lado el peligro de combinar «único», «máximo» y «demostración» en una misma frase, ¿dónde dices que está la parte dualista que decías defender al principio?

    Otra, la que le dices a Rallo. Pasa un poco más desapercibida, pero es igual de grave:

    «Si alguien es anarquista filosófico es porque ha llegado a la conclusión de que los principios más esenciales de la realidad demuestran la plausibilidad del programa que defiende, motivo por el cual debería ser también un programa susceptible de llevarse a la práctica. Si uno tiene dudas sobre la plausibilidad del programa, también debería plantearse las mismas dudas en lo que respecta a la filosofía que lo sustenta».

    O sea, que para saber si funciona o no, no hace falta puesta a prueba alguna. Sólo hay que haber llegado a la conclusión lógica e irrefutable de que funcionará, gracias a los principios básicos esenciales que dices haber encontrado, así como el desarrollo lógico posterior que no hace falta poner a prueba porque si se ha pensado bien ya se sabe que es perfecto.

    En resumen, lo que he dicho antes. Que es mentira. De dualista, cero patatero. Al menos en las ciencias sociales.

    Aparte de eso, que es lo más grave con diferencia, tu artículo adolece de una falta de concreción bastante severa. No explicas cómo es exactamente tu Estado minarquista, qué funciones tiene, cómo esperas impedir los abusos de poder, qué pasa con las secesiones, cuál es la presión fiscal, quién emite la moneda, quién crea las leyes, si es democracia o no, cuáles son los bienes públicos, etc. Sólo has puesto dos ejemplos, lo de la distancia entre dos puntos y los tomates, de los cuales uno de ellos es incorrecto. La distancia entre dos puntos es a veces un problema de teoría de juegos que lo resuelve mejor un planificador que la suma de agentes individuales, y otras veces requiere de soluciones complejas (problema del viajero) cuya solución podría ser más eficiente que te la dé hecha el planificador. Pero tú parecías muy seguro de que eso es cosa del mercado.

    De tu artículo me parece inteligente y rescatable el argumento de que el minarquismo puede servir para abrirse a la mejor solución para cada caso sin llegar al fanatismo del «todo privado» de los ancaps, pero no lo detallas en absoluto y desperdicias tus energías en la discusión bizantina de la epistemología, que encima ni tú mismo respetas.


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