A quién no se le ha caído el alma a los pies cuando algún programa de noticias nos ha mostrado a desnutridos niños africanos repletos de moscas y sostenidos por sus madres, no menos desnutridas, en interminables campamentos entre miseria y desesperación. Quizá el abuso de este tipo de imagen nos ha insensibilizado ante tan dantesco paisaje pero con frecuencia las ONG’s nos recuerdan que el Primer Mundo es muy afortunado y el Tercer Mundo está sumergido hasta el cuello en la miseria. Este y otros paisajes no menos horrendos son razones más que suficientes para que las armas del Estado se pongan en marcha.
Las mencionadas ONG’s, cuyas principales fuentes de recursos son en no pocos casos los presupuestos de los Gobiernos, y los organismos gubernamentales que controlan el flujo de dinero público nunca han dudado en tergiversar la realidad para conducir al contribuyente o en su caso al donante, a una encrucijada moral: si él pasa hambre es porque yo tengo demasiado y por tanto soy el culpable. Debo dar algo de lo que poseo si quiero redimirme y estas organizaciones me ofrecen la oportunidad.
La causalidad razonada nunca ha sido el punto fuerte de estas campañas. Por lo general, la causa de la situación se ofrece antes de mostrar el síntoma, en este caso el hambre. La pobreza se plantea como una cuestión de reparto de riqueza, como si hubiera una mano sobrenatural que arbitrariamente la adjudicara entre los habitantes del planeta. Nunca se plantea como un problema de creación de riqueza, nunca se plantea como la eliminación de una serie de cortapisas que los empresarios encuentran, desde la corrupción más insoportable hasta la ausencia de un mercado donde poder vender sus productos.
Pero no sólo debemos buscar este argumento moral en las favelas brasileñas o en las sabanas africanas, con frecuencia se usa en nuestras acomodadas sociedades. Recientemente se ha celebrado el Día Internacional contra la Violencia de Género, rimbombante nombre con el que se nos refiere la despreciable violencia que se dirige en el ámbito doméstico y social contra la mujer por su condición femenina. Es tal la intensidad con la que los estamentos estatales hacen campaña que cualquier crítica a su forma o su fondo se convierten casi en un apoyo al machista maltratador. Así, son moralmente aceptables las leyes que promulgan la discriminación positiva de la mujer pero son inmorales las medidas que condenan con dureza al delincuente, porque de nuevo la moral oficial establece que el preso debe ser reinsertado en la sociedad aunque no esté claro su arrepentimiento y no que pague por su crimen. La consecuencia de esta moral oficial es que con más frecuencia de lo deseable, la mujer maltratada debe buscar hogares e instituciones donde pueda recluirse mientras que el “compañero sentimental” campa a sus anchas.
¡Cómo no vamos a ayudar a esos grupos, a esos políticos que abogan por un medio ambiente limpio de todo contaminante! ¡Cómo no vamos a permitir que se promulguen leyes que pongan impedimentos a esas empresas que en el súmmum de su egoísmo están maltratando la Naturaleza! Es inmoral defenderlas, como lo es justificar a tal o cual gobierno que aparentemente no se preocupa por disminuir las emisiones de CO2 y permanece “rehén” del poderío industrial.
Y así podríamos seguir con el comercio, del que sólo es válido y aceptable el calificado como justo y que aún no he llegado a comprender en su totalidad puesto que nos guste o no, sigue teniendo los demoníacos intermediarios.
La visión moral de cualquier problema es en el mejor de los casos, engañosa. En primer lugar, tiende a alejarnos de las causas eliminando la razón y la lógica en el estudio. En muchos casos, va acompañada de alguna ideología que suele ya tener establecido lo que es bueno o lo que es malo por lo que muchas veces sólo busca pruebas que confirmen sus dogmas, despreciando lo que los contradice. Existe la posibilidad de que lo que moralmente nos repugna, no sea así para otros. Gente conservadora puede ver en la homosexualidad un problema que para otros, ni se plantee. Aún así, en tanto estos planteamientos son personales e intransferibles, el daño de haberlo, es mínimo. Lo peor se plantea cuando desde la política, desde el Estado en último término, se establece una ética oficial. Es en ese momento cuando nuestra libertad está seriamente en peligro.
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