Cuando uno piensa en el capitalismo le vienen a la cabeza grandes multinacionales, bancos o, en el mejor de los casos, empresas como Google o Apple. En el caso de ser izquierdas seguramente en lo primero que piense es en un grupo de ejecutivos trajeados, con un peinado bastante hortera, que están comiendo en un restaurante del barrio de Salamanca mientras debaten alegremente sobre cómo explotar aún más a la clase trabajadora.
Lo cierto es que el capitalismo solo tiene una relación superficial con todo lo anterior, bastante parecida a la que tiene la libertad de expresión con los locutores de radio, los grandes novelistas o los programas de corazón.
Y es que cada día en que un ser humano decide intentar intercambiar con alguien alguna pertenencia suya por otra que codicia, pero que pertenece a la otra persona, en vez de abrirle la cabeza con una piedra y quedarse con las dos, el capitalismo prevalece en la sociedad un poquito más.
Pero del mismo modo que la libertad de expresión necesita de una población madura que entienda que no todo lo que se diga tiene por qué gustar a la mayoría para ser considerado legal, el capitalismo necesita que la gente entienda que no todo intercambio tiene que resultar igual de satisfactorio para ambas partes para ser considerado justo.
Un buen ejemplo de sociedad concienciada con el capitalismo es la texana; soy aficionado a un programa de televisión donde unos tipos, que no tienen pinta precisamente de ejecutivos sin escrúpulos, se dedican al noble arte de especular con coches. Recorren el Estado buscando coches antiguos a buen precio y los revenden después de restaurarlos, o a veces simplemente dándoles un lavado de cara y contactando con el comprador adecuado.
Lo que más me gusta del programa no es la restauración de los coches, sino el proceso de compra y de venta de los mismos. Nadie se ofende al oír una oferta baja, nadie se enfada con el comprador cuando tiene que vender barato obligado por las circunstancias, y nadie pide al gobierno que le salve cuando le sale mal un negocio.
Unos de mis momentos favoritos es cuando el dueño del negocio necesita vender rápidamente uno de dos coches con los que está negociando para tener dinero con el que restaurar el otro a tiempo para una subasta. Llama a un amigo para ofrecerle el coche y éste, conociendo la su necesidad imperiosa de vender, le ofrece un precio con el que apenas puede cubrir los gastos ocasionados por el coche. No sólo acepta el trato sino que se alegra de que, ya que él no va a poder sacarle beneficios al coche, su amigo sí lo haga.
A veces vamos a buscar las causas de la riqueza de un pueblo en su política, en sus instituciones o en sus leyes, cuando en realidad tendríamos que mirar esas pequeñas cosas donde se muestra el respeto por los demás, por los negocios y el saber perder cuando apuestas por algo y te sale mal.
Esto es precisamente por lo que soy tan pesimista sobre la recuperación de la economía española. No es que Rajoy me parezca un presidente bastante lamentable, que me lo parece, o que Motoro no sea el ministro más dañino de los últimos lustros, que lo es. Sencillamente es que cuando uno se fija en las pequeñas cosas de la vida cotidiana de los españoles, cada vez es más difícil ver ese respeto por la libertad que todo pueblo que aspire a prosperar debería tener arraigado en la mayoría de sus ciudadanos.
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