Todos los años por estas fechas, cuando comienza el curso académico, se repite la misma escena. Un profesor pregunta a sus alumnos: "¿Cuál es el problema básico que estudia la economía?". Alguno de ellos, en representación del resto responde: "La escasez". Claro, si todo fuera abundante no habría pobreza, penuria, hambre… los economistas no tendríamos trabajo. Y, así, tontamente, el mal está hecho.
En realidad, el problema económico básico, si se pueden simplificar tanto las cosas, no es la escasez, sino qué haces con ella. El matiz es revelador.
Cuando se dice que la economía es la ciencia del fracaso porque no ha sido capaz de acabar con la pobreza se distorsiona el enfoque. Si no estuviéramos tan acostumbrados a hablar en estos términos y le echáramos imaginación podríamos pensar que se trata de una pelea de superhéroes. La Economía con sus superpoderes no ha sido capaz de acabar con la Pobreza, malvada supervillana que azota a medio mundo. Lo cierto es que la pobreza es una ficción. Lo que existe en la realidad son pobres, es decir, personas que no tienen recursos para sobrevivir. Cuando los economistas nos preguntamos qué hacer para acabar con la pobreza obviamos que quienes tienen que hacer algo son los pobres y que se trata de que puedan efectivamente emprender acciones que les saquen de esa situación. Y para eso, si hay algo que los economistas podemos hacer, es dejar que se hagan responsables de su futuro, es decir, darles la libertad de elegir cómo quieren salir.
Los especialistas que estudian la pobreza desde sus despachos me dirán que hablar de libertad de elegir refiriéndome a los pobres es cuando menos obsceno. Pero, muy al contrario, ese es precisamente el problema. Generaciones de miseria condicionan la manera de afrontar la vida; el papel del ahorro cuando la muerte está a la que salta no tiene mucho sentido. No es que los pobres no sean capaces de ahorrar. Lo son, pero solamente cuando son capaces de vislumbrar el día de mañana. Y tal vez ese es el ámbito de la ayuda: las expectativas de beneficio se crean en el mercado sobre la base de la propiedad privada. Abrámosles las puertas.
Una vez que hay posibilidad de futuro, se trata de que decidan en qué emplean su tiempo-dinero-energía, libres de deberes para con un general corrupto, un monopolio que disfruta de la alianza con los políticos y destruye la competencia o para con determinadas instituciones de los países pudientes que, con el pretexto de la solidaridad, aumentan la carga de las familias a quienes se supone que van dirigidas sus acciones caritativas. La ayuda crea deuda. Eso no lo dicen los burócratas cuando presentan sus informes sobre los remedios para la pobreza. Ni qué parte del presupuesto se queda por el camino o si es un pago para que alguna empresa de nuestro país consiga una contrata o venda armas medio obsoletas y afiance al general corrupto en el poder. Eso es lo que impide que afloren empresarios oriundos y que el capitalismo, por fin, triunfe en los países pobres. Y cuando hablo de capitalismo, no hablo de un superhéroe, hablo de gente que quiere lucrarse, gente que quiere ganar dinero con su negocio y que para ello arriesga, compite y trabaja. Así de simple.
William Nassau Senior decía que el Estado, en la medida que evita que los menos previsores sufran las consecuencias y los más trabajadores y capaces disfruten de su recompensa, fomenta la holgazanería y agrava la pobreza.
Yo añadiría que, en nuestros días, la principal fuente de corrupción son aquellos gobiernos que, no contentos con robar a los pobres propios, roban también a los ajenos. El sistema político en el que vivimos fomenta que las personas que hay detrás de la institución del "Gobierno" tengan incentivos para obtener beneficios mintiendo y engañando. Como dice la canción: no es ningún trofeo noble. Y, sin embargo, el coste de oportunidad de persistir en este comportamiento disminuye a medida que aumenta el número de personas involucradas. Además, los ciudadanos no vamos a protestar cuando en la etiqueta del "pastel" pone "ayuda al desarrollo". El círculo se cierra.
Mientras unos no tengan posibilidad de ser capitalistas (es decir, personas libres con ánimo de lucro) y los otros sigan teniendo incentivos para frenarles el camino, seguirán muriendo personas de hambre. Sencillo, ¿no? Henry Hazlitt lo deja aún más claro en su libro The Conquest of Poverty. En él repasa los falsos remedios que se predican desde los despachos como pócimas milagrosas: las leyes de pobres, la promesa de un puesto de trabajo, la contraproducente lucha de los sindicatos, y así hasta llegar al Estado del bienestar. Hazlitt apunta dos falacias que aún hoy siguen vigentes en el estudio de la pobreza. La primera, que no se ayuda realmente si el remedio es a corto plazo o apunta a un grupo seleccionado de personas. Las consecuencias a largo plazo o para el resto de los desfavorecidos suele ser la opuesta a la prevista. La segunda: no hay tal cosa como una cantidad fija de riqueza para repartir entre todos, que es producida por una cantidad fija de capital y una cantidad fija de trabajo. La economía es dinámica. No se trata, por tanto, de producir hasta que haya suficiente para todos. Se trata de dejar que cada cual produzca para sí. De permitir que el ánimo de lucro arraigue entre los pobres y les lleve a salir por sí mismos de la pobreza. Se trata de propiedad privada y libre mercado.
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