¿Por qué lo llaman debate sobre el estado de la Nación cuando solo se habla del Estado? Lo ignoro, pero un año más la opinión publicada dedica ríos de tinta -o de bits, que ya estamos en el siglo XXI- en analizar la previa, retransmitir en directo -pobres redactores que tienen que escuchar a los políticos en vivo y picar sus citas en tiempo real- o escudriñar el resultado con todas sus claves, curiosidades y ganadores. Se vive estupendamente al calorcito de la declaración de político y dos días de monólogos en el Congreso de los diputados dan para llenar muchas tertulias. El trabajo del tertuliano es uno de los más duros que se conocen, por la mañana hay que ejercer de politólogo, por la tarde experto en moda que analiza las bufandas de Varoufakis y al siguiente de sismólogo. Y todos los días aderezarlo con comentarios sobre economía, aunque uno confunda deuda y déficit.
Pero dejemos a los periodistas y volvamos a los políticos. Para entender estos debates hay que tener en cuenta que todos los que se suben al púlpito sufragado con los impuestos de los contribuyentes quieren ser Mariano Rajoy. No asistimos a un debate sobre la Nación sino un escaparate más en el que el político se pavonea con la mirada puesta en las próximas elecciones para conseguir nuestro voto y así poder seguir exprimiendo al contribuyente, siempre por su bien. La mente del político es cortoplacista, infantil, su horizonte temporal es de cuatro años. Como mucho. Todo cuanto hacen y dicen tiene como objetivo conseguir, urnas mediante, el poder sobre nuestras vidas que otorga el BOE. Las ideologías, programas, medidas, subvenciones, imputados o pactos son lo de menos, lo importante es apuntalar ese estilo de vida parasitario a costa de los contribuyentes.
Habrán notado que este año el debate sobre el estado del politicastrerío ha subido de tono. No es para menos, el pastel no es más grande pero cada vez son más los aspirantes a quedarse con una tajada. Hemos visto a un Rajoy que, aupado sobre los hombros de un "ciclo expansivo", salió a por todas contra un PSOE que parece dar por amortizado. Tal vez, con la esperanza de que ese voto repartido entre UPyD, Ciudadanos y Podemos le permita -sistema electoral mediante- seguir disponiendo del BOE cuatro años más. Su base electoral parece más sólida y les ha robado el carrito de los helados asumiendo algunas de sus propuestas como la ley de segunda oportunidad. Desde luego, si yo fuera socialdemócrata -si creyera en la ficción estatal- votaría a Rajoy. Para repartir el botín del Estado primero hay que hacerlo viable. El PSOE ya lo ha arruinado en varias ocasiones, la experiencia de los asesores de Venezuela de Podemos no es halagüeña y los debutantes de colores -magenta y naranja- no tienen ninguna hoja de servicios que les avale (para lo bueno y para lo malo). La corrupción nunca es determinante en las elecciones, los votantes la entienden como un peaje merecido que se lleva el politicastrerío por redistribuir las rentas, ¡qué menos que un tres por ciento por semejante labor social!
Una vez que se cae en la trampa democrática, los votos se compran a través de beneficios otorgados por la política con el dinero de los contribuyentes y todos los políticos se disputan el puesto al mejor socialdemócrata, al mejor y más eficaz redistribuidor de rentas. Por eso, apenas hay diferencias entre los grandes partidos y por eso llegados al poder todos terminan haciendo, más o menos, la misma política. De espaldas al contribuyente y de cara al receptor de rentas, pagamos impuestos pensando que son otros los que nos financian con sus impuestos los servicios estatales que disfrutamos "gratuitamente". Gracias a esta ficción nos embobamos con el debate sobre el estado del politicastrerío. Solo prosperaremos cuando dejemos de prestarles atención y nos centremos en lo importante, en nuestras propias vidas sin preocuparnos por lo que hace el vecino en su jardín. ¿Acaso es otra cosa el liberalismo?
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