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El derecho fundamental a parrandear

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Los años ochenta produjeron varias piezas de cultura popular que las generaciones futuras han visto y verán con mucha extrañeza. Se trató de una década con diversos despliegues de excentricidad, representados en extrañas formas de vestir, de hablar, y de producir carros. Todas estas manifestaciones fueron horribles y son llamados de atención para esas generaciones futuras acerca de lo que no se debe repetir. Habrá que conocer bien la mayoría de la historia de los ochenta para no repetirla.

Años ochenta y derecho a la parranda

Sin embargo, no toda la cultura popular fue mala e impresentable en esa década. Si algo se puede salvar son algunas canciones, particularmente, de rock. No necesariamente se salvan por su calidad musical –algo completamente subjetivo, claro está- sino por su mensaje de cautela dirigido justamente a las generaciones futuras. Son canciones con un mensaje universalmente válido, vigente, no obstante tiempo y lugar. ¡Y sí que cobran vigencia y relevancia en los actuales tiempos!

En 1987 la banda de rock –o Rap rock, para los puristas- The Beastie Boys sacó al mercado el su sencillo (You gotta) Fight for your right (to party!), que en español básicamente se traduciría como el “Tienes que inducir por la fuerza a los demás para que financien involuntariamente tu derecho a parrandear.

The Beastie Boys

El video musical es prácticamente una pieza de –un muy mal- museo de la década. Aquel comienza con unos padres diciendo a sus dos hijos que no vayan a hacer ningún desmadre mientras están por fuera del apartamento. Un par de segundos después de salir por la puerta, los dos muchachos deciden contradecir la orden, y comienzan a planear una fiesta, implorando que, ojalá, ningún personaje turbio se cuele en ella. Justo después de haber dicho esto, aparecen en la escena nada menos que Ad-Rock, Mike D y MCA, los Beastie Boys.

Este trío comienza justamente el desmadre del que advirtieron los padres, en una exuberancia de parafernalia ochentera. Los muchachos persiguen a las muchachas para besarlas con impunidad. Vierten licor en el ponche –probablemente para disminuir obstáculos en el cometido anterior; rompen todos los muebles del apartamento. Y dan inicio a una de peleas de pasteles de crema con la peor puntería de la historia reciente. Finamente, los Beastie Boys escapan de la fiesta, habiéndose convertido esta en algo que incluso ellos no son capaces de digerir. El video musical termina en un cuadro congelado de la madre de los muchachos. Le estalla uno de los pasteles de crema en la cara al grito de “¡Party!” Pura rebeldía sin causa de una época que no debió ser.

El contexto: Reagan

Escuchar desatendidamente la canción y de la misma manera ver el video llevarían a concluir que los Beastie Boys participan del frenesí derrochador de principios de los ochenta en los Estados Unidos. En línea con los intereses de esa generación en esa época, los miembros de este grupo de rock solo querían parrandear descontando fuertemente el consumo futuro. Es útil tener claro algo del contexto en el cual se hace pública la canción.

Gran parte de la población de los Estados Unidos estaba ofreciendo resistencia a las medidas que consistieron en una baja considerable de impuestos y disminución del gasto público que se había experimentado en los años setenta. Se logró que una buena parte de la población viviera más del subsidio asegurado, entregado por el estado, y menos de los resultados inciertos de sus acciones. Se trataría de una especie de grito de guerra en favor del mantenimiento de las condiciones que permiten un estilo de vida de ocio prolongado, no como el resultado de haber sido ganado por medio del trabajo, sino como una situación dada por sentada y cómoda.

Twisted Sister

Al inicio de los ochenta, probablemente coincidiendo con el anuncio por parte del presidente Reagan de una inminente y saludable disminución del papel activo del estado en el mercado, vemos los inicios de este tipo de manifestaciones belicosas. En otra canción –joya también de la década- encontramos al grupo Twisted Sister lanzando en 1984 el sencillo I Wanna Rock, o, en español, “En la cúspide de mi escala valorativa está rockear, macho.”

Maquillado más como una mujer cavernícola que como cualquier otra cosa, sin disculpa alguna, el líder del grupo, Dee Snider, encarna a grito herido la voz del adolescente promedio de la costa oeste de los Estados Unidos. Cuando se le pregunta a este, qué demonios quiere hacer con su vida, como una manifestación agonizante del espíritu hedonista de la década, este contesta “¡Lo que quiero es rockear!” (I wanna rock!). No sorprendentemente, podría ser perfectamente la misma exclamación del benévolo habitante promedio del Parkway bogotano, de unos 40 años, poseedor de un flamante título universitario de comunicación social, mientras exige menos gluten en su muffin.

Una parodia

Twisted Sister no le llega ni a los tobillos a los Beastie Boys a la hora de llevar las cosas a sus últimas consecuencias lógicas. Para estos, parrandear –o rockear- no es cuestión tan solo de deseo o necesidad. ¡Qué sea un derecho! En el momento en que nos encontremos ante un descarado que pretenda negar ese derecho a alguien, se le podrá exigir su observación por la fuerza de ser necesario.

Beastie Boys, la banda de rock neoyorquina, compone la canción justamente como una parodia frente a canciones como la de Twisted Sister. Arrogándonos cierta licencia, podríamos llegar a decir que se trataría de una voz que advierte lo que sería el futuro: que las necesidades se conviertan en derecho, por el simple hecho de ser necesidades. Nuestro presente es el futuro anticipado por aquel trío.

El derecho de propiedad

Somos dueños de las cosas. Son varias las formas en la que nos convertimos en dueños de ellas, en la que terminamos teniendo un control exclusivo sobre ellas, pudiendo determinar en qué y en qué no se utilizan. Podemos encontrar algo en la calle. Si llegamos a concluir que no tienen dueño, podemos hacer usarlas, surgiendo un derecho de propiedad sobre ellas. Las cosas también se nos pueden regalar. Alguien más, a cambio de nada, puede entregarnos algo como una donación, con o sin condición alguna, para que, desde ese momento, seamos los que decidan acerca de qué hace y qué se deja de hacer con lo que ahora es nuestro.

También podemos renunciar a algo de lo que seamos dueños a cambio de algo más. Dejaremos de ser dueños de aquello para convertirnos en dueños de esto. Además de todo esto, nos convertimos en dueños de los medios creándolos. Siendo dueños de ciertos medios –pudiendo ser por medio de cualquier de las formas mencionadas- podemos “mezclar” nuestro trabajo con ellos. El resultado será nuestro. Por ejemplo, habiéndonos sido regalado un pedazo de tierra, con nuestro despliegue de capacidad física podemos construir una casa sobre esa aquella y la casa será nuestra.

Producción y propiedad

Las cosas que son el resultado de nuestro esfuerzo serán nuestras, en la medida en que veamos reflejado nuestro trabajo en ellas. Se convierten en una extensión de nuestro cuerpo y, al igual que con nuestro cuerpo, estaremos justificados en decidir sobre ellas, así como tendremos el derecho de evitar por la fuerza que alguien más quiera utilizar esas cosas sin nuestro consentimiento. Esa es la esencia del derecho de propiedad sobre nuestro cuerpo y sobre las cosas en las que lo vemos reflejado: podemos decidir exclusivamente sobre sus usos, y podemos defendernos por medio de la fuerza ante cualquier amenaza en contra de ellas.

Naturalmente, y en particular respecto de esto último, emprenderemos cursos de acción que produzcan resultados de darse varias condiciones. Una de ellas es que contemos, con una probabilidad relativamente alta, con que aquello que produzcamos y de lo cual terminemos siendo dueños no se nos vaya a arrebatar. Si una persona ahorra lo suficiente como para comprar un taxi, para poder ponerlo al servicio de sus clientes en el futuro, tiene que tener cierto grado de certeza de que el producto de su ahorro, el taxi, y sus ganancias serán suyas.

En caso de que no sea así, en caso de que tenga un alto grado de certeza de que el producto de su ahorro, el taxi y sus ganancias no serán suyas –como en el caso de que se le cobre un impuesto sobre ellas del 70%, lógicamente sus incentivos de ahorrar, comprar el taxi y perseguir ganancias empresariales disminuirán drásticamente. No habría interés alguno –y con razón- de ahorrar, comprar cosas y producir en favor de nadie, en caso de que el resultado de cualquier de estas acciones esté asociado a un alto grado de probabilidad de expropiación futura.

Los derechos fundamentales actuales

Esta situación continúa siendo así de cierta forma y hasta cierto punto. Sin embargo, también es cierto que vivimos en otra situación totalmente distinta; una que jamás habría sido imaginada en el pasado. Vivimos dentro de la peligrosa situación en la que somos dueños de aquello que deseamos o necesitamos. La profecía de Beastie Boys está sobre nosotros.

Imaginemos un mundo donde, para poder tener cosas y satisfacer con ellas nuestras necesidades más o menos urgentes, no tengamos que hacer gran cosa. En este mundo, no tenemos que paciente y esforzadamente trabajar por nuestros bienes; no tenemos que preocuparnos por identificar qué necesitarán las personas en el futuro, ni cómo podríamos nosotros participar de la satisfacción de esas necesidades. Tampoco es necesario ponernos en los zapatos de los demás, para así tratar de anticipar qué necesidades tienen, ni como contribuir a satisfacerlas –no hay ningún valor en ser empático y trabajar para los demás; en tratar de superar la pobreza produciendo para los demás a cambio de dinero. En este mundo no hay necesidad de aumentar en el presente, ni en el futuro, la cantidad de recursos para así satisfacer la mayor cantidad de necesidades posibles.

Derechos de primera y segunda generación

Este mundo viene a nosotros no como el resultado de un mágico hechizo, ni como resultado de un salto cuasi cuántico en avances tecnológico, sino por decreto jurídico. A partir de la decisión de un grupo de hombres, bien intencionados todos, se tiene derecho a todo aquello que sea objeto del deseo. El único determinante para ser dueño es necesitar aquello sobre lo cual se reclama propiedad. Así, la propiedad de los hombres se extiende hasta los límites de sus necesidades. Se trata de una pesadilla Hobbesiana, por decir lo menos.

Los derechos humanos clasifican como de primera y de segunda generación. Dentro de los de primera generación está, por ejemplo, la propiedad. Los de segunda generación -los que se conocen también como derechos económicos, sociales y culturales- son la forma por medio de la cual se intenta vivir en este mundo. En Colombia esto ha sido así, especialmente desde que se encuentra vigente la constitución de 1991. A partir de lo dicho en este texto, Colombia es un estado social de derecho. Ello implica que es principalmente el estado, y en muchísima menos medida las personas decidiendo sobre sus propias vidas, el que decide qué se produce, en qué momento, en qué cantidad, para quiénes se produce y en qué momento respecto de ciertos medios que nos ayudarían a remover inconformidades –o, como lo dijimos anteriormente, para superar la pobreza, ese estado natural contra el cual peleamos constantemente para superarlo.

Necesidades

A través del principal monopolio estatal, el derecho, se determina que, para tener salud, educación, seguridad social, alimentación, vivienda adecuada, a participar en la vida cultural –sea lo que sea esto- y al agua, entre otras cosas, no hay que necesariamente trabajar, ahorrar y pagar con el resultado del trabajo por estos servicios, que alguien más produciría anticipando las necesidades sobre ellos de otras personas. Con el chasquido de dedos propio de un decreto, lo único que hay que hacer para acceder a estos servicios es necesitarlos. En el caso de necesitar tabaco, tenemos que contar con dinero, para así renunciar a parte de él a cambio de la cantidad de tabaco que queramos consumir.

No podemos ir ante el tabacalero y comenzar a explicarle que sentimos cierta necesidad por tabaco y que, por ende, es ahora nuestro tabaco. Sin embargo, sí podemos expresar de una u otra forma nuestra necesidad de tomar agua, de educarnos o de sanarnos para, así de fácil, entenderse que por esta razón tenemos derecho a los medios necesarios para satisfacer tales necesidades. Contamos con la facultad, con el privilegio, que se nos niega con razón ante el tabacalero, de exigir por la fuerza que se nos entreguen cosas. Esta es, de nuevo, la implicación de que tengamos derecho a algo: que lo podamos exigir por la fuerza.

Derecho «a» frente a derecho «de»

Ante esto, no está de más notar la forma en la que se enuncian estos derechos. Contrario a la forma clásica en la que se hace, enunciando que tenemos “derecho de propiedad” –y ningún otro, se dice ahora que tenemos “derecho a la salud”, “derecho a la educación”, “derecho al trabajo”, “derecho al agua”, etc. Los servicios que son objeto de estos derechos no son producidos entonces por las personas en favor de otras a cambio de dinero, sino que es el estado, negando esta capacidad a aquellas personas, el que toma en sus manos tal producción.

Bien puede determinar las condiciones de tiempo, calidad, cantidad y lugar de tal producción, o bien puede tomar en sus manos la producción de tales servicios. Bien puede determinar arbitrariamente bajo qué condiciones las personas privadas puedan producir el servicio de educación, otorgando o negando licencias de funcionamiento, o bien puede monopolizar –socializar la propiedad de- los medios necesarios para producir esos servicios.

Necesidad y derecho

En ambos casos, el estado debe arrebatar la propiedad sobre los medios de una parte de la población para entregarla a la otra parte en términos de educación, salud, seguridad social, etc. En últimos términos, las personas no terminan teniendo un derecho de propiedad sobre sus medios, sino que aquellos que experimentan ciertas necesidades o deseos terminan por tener derechos a la propiedad de aquellas personas.

A la hora de la verdad, el empresario no termina siendo dueño de sus ganancias por haber hecho la vida de otras personas mejor, sino que las personas que alegan experimentar necesidades de salud o educación tienen derecho a esas ganancias para poder tener salud o educación. La forma en la que se enuncian esos derechos fundamentales no es gratuita. En cuestión de forma, son derechos a la propiedad de las demás personas. Se trata, entonces, de una verdadera lucha de clases, donde una de las clases se compone de las personas que pagan impuestos y la otra de aquellas que reciben esos impuestos. Es la dominación de una parte de la población sobre la otra.

Las consecuencias del derecho fundamental a parrandear

Existe grandes problemas con este estado de cosas. Por un lado, las necesidades de las personas son subjetivas. Hay tantas necesidades como personas, y en cada persona hay necesidades infinitas. Todo puede ser objeto de necesidad. Por otro lado, los medios para satisfacer esas necesidades son esencialmente escasos. Mientras las necesidades son infinitas, son escasos los medios para satisfacerlas. Llevando las cosas a sus últimas conclusiones lógicas: mientras la necesidad de los hombres por el cariño de las mujeres puede llegar a ser infinito, las mujeres y su disposición de cariño son escasos.

Esto es una receta perfecta para perpetuo conflicto entre las personas. Caprichosamente, insistir en que algo es un derecho, no hace inmediatamente que ello sea superabundante. Los medios siguen siendo, muy a pesar de las intenciones de mucha gente, escasos, queriendo decir que no se pueden satisfacer todas las necesidades de todas las personas con ellos. Hay que decidir qué necesidades son más urgentes que otras y cuándo se satisfacen unas y otras, evitando en la medida de lo humanamente posible el desperdicio de esos medios. Esta es, se puede afirmar, la principal función social del mercado como un proceso de constante coordinación de necesidades.

Precio y cantidfad demandada

Esos servicios sobre los cuales las personas tienen derecho se espera que se produzcan sin ningún pago directo por parte de las personas que los exigen. Cuando el precio de esos recursos es cero, la demanda por ellos tiende a ser infinita. Pero el problema persiste: no hay tanto para tanta gente al mismo tiempo. Siendo derechos, y una vez comienzan a escasear aún más los medios necesarios para producir educación, salud, etc., las personas que cuentan con esos derechos, por medio de la fuerza del estado, terminan esclavizando al resto de la población capaz de producirlos. Y la harán hasta que los revienten y no puedan hacerlo más.

Por otro lado, siendo el ser humano lo que es, se identifica rápidamente que es un sacrificio innecesario trabajar arduamente por conseguir riquezas, medios para eliminar insatisfacciones. ¿Por qué trabajar y trabajar, romperse la cabeza a diario para identificar qué necesitan los consumidores y ponerse en la tarea de producirlo a cambio de una ganancia empresarial, si, por el contario, es mucho más expedito formar parte de aquel grupo de personas que expresen vociferantemente que sienten necesidades y que esas necesidades son derechos y así conseguir aquellos servicios?

No hay límite a las «necesidades»

El valor de ser empático en la sociedad se reduce a nada. Lógicamente, podemos esperar –cómo efectivamente ha sucedido- que el grupo de personas viviendo de los subsidios estatales sea cada vez más grande; y que aquella parte de la población que produce para acumular riqueza, de la cual se extraen los impuestos para pagar por los derechos de la otra parte, cada vez es más pequeña. Se vuelve más atractivo exigir por la fuerza medios, que trabajar e intercambiar pacíficamente para conseguirlos.

Adicionalmente, siendo las necesidades subjetivas y, por ende, infinitas, que otras cosas deseables, además de educación, seguridad social y salud, se conviertan en derechos, es solo cuestión de tiempo. Estaremos sin duda ante un derecho fundamental a la ropa, a no ser ofendidos, a que el estado pague por toda mi vida, desde el nacimiento hasta –sin duda, una temprana- muerte. En últimas, tendríamos derecho, según el estado actual de cosas, a vivir el hoy, con el prospecto de poder vivir satisfaciendo necesidades –porque a eso tenemos derecho- sin el esfuerzo necesario para poder lograrlo. Tendríamos un derecho universal a vivir una vida de inmediatez, extrañándonos en llanto que no se cumplan nuestros deseos –perdón, nuestros derechos. Del derecho a la parranda, entonces, solo nos separaría el tiempo.

Progresar o engancharse a las ayudas

En este mundo en el que vivimos ya, se comienza a entender por parte de un gran número de personas que demorarse en el tiempo para conseguir riqueza, dejar de ser pobre y mejorar la calidad material de la vida es una posibilidad dentro de una alternativa. Sin embargo, resulta muy tentador, siendo el ser humano lo que es, considerar la otra posibilidad: la de vivir de manera inmediata, sin pensar mucho en el futuro; sin pensar en que llegar a tener medios para satisfacer necesidades, toma tiempo, y esfuerzo, e inteligencia. Ahorrar en el presente para poder consumir más y mejor en el futuro parece perder utilidad, puesto que se puede acortar el tiempo entre la experimentación y la satisfacción de necesidades.

Tan solo es cuestión de integrar aquel grupo de personas que tiene derecho a cosas por necesitarlas. Como adolescentes inquietos y temerarios, parece que se nos presenta la posibilidad de parrandear duro en el presente, ya que no tenemos que pensar en el mañana, porque ¿para qué, si al parecer está garantizado por decreto constitucional? En el estado actual de cosas, debido a la noción que tenemos de aquello que constituye un derecho, se vive en una constante parranda, bebiendo fuertemente, sin importar el grado de destrucción en el que se incurra, descontando fuertemente el mañana. La parranda se ha convertido en un derecho, cuya factura ya habrá quien la pague. La profecía de los Beastie Boys se ha cumplido.

Cambio de creencia o parranda absoluta

Es ingenuo que este estado de cosas cambie con una simple reforma de cualquier institución jurídica que haya que reformar. En estado democrático, la legislación va a reflejar las preferencias de los votantes hacia el camino de ser dueños de lo que deseen; de poder vivir eternamente de parranda. Las elecciones de los legisladores solo serán ganadas en la medida en que estos prometan en campaña más fiesta y que alguien más pague la cuenta. La verdad, y sin mucha explicación, diremos que el camino para que esto cambie es un cambio profundo de creencia. Se trataría de intercambiar la creencia de que el estado es capaz de generar bienestar, por aquella –fundamentada en sólida racionalidad económica- de que es, al contrario.

El estado y sus beneficiarios solo pueden vivir del irrespeto constante de la propiedad de otros; y que este proceso no tiene cómo disminuir, sino aumentar hasta el punto que nadie vuelva a producir de nuevo. Es así como se caen los imperios: cuando no hay nada más que expropiar. La creencia a adoptar es la de la superioridad moral de la libertad individual y el correlativo respeto por la propiedad privada, dentro del proceso de coordinación que es el mercado, la única forma de vivir. Claro está, que esto solo aplica si queremos vivir cada vez mejor, con más dinero en los bolsillos para cada vez comprar más carros y cepillos de dientes eléctricos. De no ser así, a otra cosa… ¡Y a parrandear!

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