El espíritu de la libertad es aquél que asume y goza de su propia responsabilidad, que prefiere elegir y equivocarse a recibir directrices externas. Es el que no se ve atado a planes ajenos, por sesudos que éstos sean, puesto que en la vida de cada cual los diseños más importantes son los propios. Este espíritu actúa por derecho y no por permiso.
Aunque no esté siempre seguro de lo que es más idóneo, sabe muy bien lo que no debe hacerse. Su capacidad de actuar tiene ciertos límites que son infranqueables y que no son otra cosa que los derechos individuales y de propiedad del prójimo. Esta fuerza vital, por tanto, pese a ser dinámica y audaz, no puede ser ciega ni despiadada.
El que atiende sus propios intereses acatando aquellos límites está haciendo lo que debe y, por ello, ha de respetarse. Cree firmemente que no existe nada siniestro en arreglar privadamente los asuntos de cada uno para mejorar su suerte. Duda de solidaridades forzadas recurriendo al poder, no así de las recíprocas acciones voluntarias y beneficiosas. Desoye los reproches de los que prefieren no seguir su propio ímpetu de libertad; éstos han elegido su opción de vida y carecen de toda legitimidad para imponérsela a los demás.
El impulso de libertad produce inconformistas que luchan por superar adversidades. Reconoce los riesgos que acechan en el cotidiano vivir, pero su capacidad de innovación y adaptación le permiten afrontarlos confiadamente. Si no fuera así, dejaría de ser humano.
Este espíritu es consciente de que no puede alcanzar, ni alcanzará jamás, el conocimiento completo del mundo. Asume sus propias limitaciones pero descarta la salvadora intervención del esperado para manejar los asuntos de todos. Sabe que de este modo la ignorancia arrogante no atropellará al valioso conocimiento práctico disperso por el mundo.
Debido a su imperfección, el hombre tiene necesidad de libertad. No está solo, cuenta con las aspiraciones creadoras de otros seres libres. Pese a desconocer sus resultados, confía en la poderosa capacidad del hombre cuando coopera voluntaria y libremente con sus semejantes. De esta guisa, los planes personales de cada uno se concilian asombrosamente entre sí en pacífica y descentralizada coordinación de conocimientos y esfuerzos de individuos que se desconocen entre sí. Quedamente, el otro impulso esencial del hombre –el colectivo- se colma sutilmente sin necesidad de mediadores o pastores privilegiados.
El verdadero progreso social tiene su motor en la libertad que dispara la creatividad y talento de cada hombre. La historia nos muestra que se olvidan con frecuencia las portentosas lecciones de la libertad aunque, por fortuna, no desaparecen por completo. Si persiste un resquicio a la misma, por pequeño que sea, su espíritu acaba abriéndose camino de alguna manera y reclamando su ampliación. Sin embargo, su triunfo no está ni mucho menos asegurado. Sus verdaderos enemigos bien lo saben.
El ser humano es la única especie inadaptada a la naturaleza por sus meras aptitudes físicas. Gracias a su razón y a su inclinación por sondear lo desconocido ha logrado sobrevivir y propagarse por la tierra. Los benéficos frutos de la libertad son contra intuitivos y a menudo impredecibles, pero una vez desplegados disipan los anhelos por regresar a los cálidos brazos del antiguo orden conocido, siendo éste siempre inestable.
Conocedor de que el mayor capital existente es el humano, este espíritu no cree en los derechos de los pueblos sino en los de la persona. Recela del señuelo de los intereses y fines colectivos zarandeados por los ávidos de poder. Tampoco lo confía todo a las normas oficialmente promulgadas (por perfectas que éstas sean) ya que no dejan de ser, en el mejor de los casos, un mero reflejo suyo.
La primera y más eficaz barrera protectora de la libertad reside, no en las leyes, sino en los valores que anidan en las personas. La gustosa asunción de responsabilidades, la cultura del esfuerzo, el arrojo para correr riesgos razonables, hacer honor a la palabra dada, la admiración ante la iniciativa personal, la disciplina para posponer los deseos inmediatos, dar a cada uno lo suyo, el sagrado respeto por la vida, por los intercambios voluntarios y por los logros alcanzados de los demás son, entre otros, sus mejores valladares.
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