"El Estado es la gran ficción mediante la cual todos se esfuerzan por vivir a costa de los demás"(F. Bastiat)
El Estado es una realidad teorizada. El monopolio del uso de la fuerza convertido en concepto político indispensable, en estructura pública necesaria, en recurso teórico ineludible. Para muchos pensadores sociales el Estado es y ha sido la culminación del orden social, o peor, la forma perfecta de una voluntarista organización de la sociedad.
Sociedad (en su acepción más estricta) y mercado no deben tomarse como esencias, sino como procesos. Toda referencia a los mismos exige cierto rigor bilateral: tanto en el ponente como desde el auditorio. El Estado, por el contrario, sí es un artificio deliberado, si bien es cierto se encuentra, en todo momento, inserto en un proceso de adaptación y extensión sostenidos en el tiempo.
Para identificar el objeto de estudio conviene definirlo. Recurrimos a dos vías opuestas pero convergentes para afinar en una aproximación certera. Primero, lo que el Estado es según los teóricos que lo defienden, pero también de acuerdo con los planteamientos de muchos de los que lo condenan:
El Estado ha sido identificado con la sociedad, presumiendo indistinguibles sus atributos, considerando al primero, como ya hemos visto, una expresión perfeccionada de la segunda, o peor, asimilando su entidad sin otra aclaración.
Se identifica Estado con distribución, considerándola regida por leyes contingentes, arbitrarias, en manos de la voluntad del Hombre y el devenir histórico.
Estado como justicia en la medida que ésta se entienda respecto de los resultados, pretendidamente equitativos, igualitarios o tomados desde una perspectiva utilitaria o moral.
Estado también como jurisdicción, en cuanto a la facultad de dictar Derecho, decretar la imperatividad de normas generales y abstractas, la resolución de conflictos a partir de las mismas, o en el caso más extremo, identificando completamente Estado con orden jurídico (resultando la excrecencia conocida como "ordenamiento jurídico").
Finalmente, y aunque quepan otras asimilaciones importantes, no distinguiendo entre Estado y Gobierno, o entre Estado y magistraturas públicas. En un plano teórico, pero también en uno histórico, el Gobierno debe estudiarse como institución política espontánea. En este sentido el Estado, como artificio y mecanismo de dominación es algo distinto al Gobierno, aun cuando surja como instrumento al servicio de aquel.
Siendo el consenso social un presupuesto de la política misma (un requisito prepolítico), el Gobierno corre el riesgo de enfrentarse al disenso social sin otra arma que el mero compromiso político. Cuando esto sucede la opción estatal se plantea como garantía del orden y el respeto de unas libertades, que, perdiendo su espontaneidad, acaban incorporadas al devenir de lo político. Será entonces cuando el Estado adquiera su virtual propensión a dominar ciertos ámbitos con imperiosidad e intensidad crecientes.
Cuando perdemos la noción fundamental por la que el Estado se equipara sin razón con el Gobierno espontáneo, toda forma de Poder queda demonizada y descartada absurdamente. El Gobierno, en términos teóricos, siempre es limitado, o no es (Potestas). Que el Estado lo absorba no implica su inmediata identificación, como tampoco debemos caer en la trampa de entender la jurisdicción o las magistraturas espontáneas como elementos propios de la dominación arbitraria. Son, por sí mismos, independientes y ajenos a la distorsión que plantea la usurpación monopolista del Estado.
La segunda vía de aproximación a una definición satisfactoria del Estado es mucho más sencilla y breve. Se trata de aislar su esencia y reducirla a dos enunciados: Estado como estructura de dominación irresistible opuesta a la espontánea competencia del proceso social libre; y, Estado como ente de expropiación y redistribución de la riqueza o mero asignador patrimonial.
El liberalismo, como programa político favorable a la defensa de la libertad individual (y su mejor garantía, la propiedad privada), no ha sabido reaccionar ante el proceso de consolidación y mutación estatal. Este fenómeno ha provocado adhesiones oportunistas, ingenuidad política y teórica, o lo que es peor, la asimilación de un concepto equívoco de Estado, capaz de provocar un cisma en el seno del movimiento liberal.
Algunos reaccionan frente a una quimera deformada, otros acuden ingenuamente a los planteamientos constructivistas y contractualistas como aparentes garantías de libertad y socialización pacífica del individuo. Ambos yerran, y lo hacen por faltar a la verdad, por evadirse de la necesidad de teorizar sobre el Estado y el proceso social prescindiendo de las distorsiones introducidas por el culto estatista y la fatal arrogancia racionalista.
Autores como Dalmacio Negro o Anthony de Jasay aportan algo de luz (con sus diferencias y matices) a la cuestión que debe centrar en gran medida los esfuerzos científicos de todo el que se crea y sienta liberal: identificar al máximo enemigo de la libertad individual. No existen medias medidas ni caminos intermedios. El Estado es monopolio, absorción jurisdiccional, redistribución y asimilación jurídica, todo ello porque su naturaleza lo define como un ente de dominación, falsamente como sumun político y social.
El Estado muta, se transforma y adapta. El espejismo que ciertas medidas "privatizadoras" pueda provocar en nuestro ánimo, debe ser inmediatamente delatado como fórmula de expansión, resistencia y pervivencia estatales. Mientras cierta competencia o ámbito de poder dependa de un ente de dominación, su regulación, o su asignación y definición de derechos subjetivos, el mercado, por muy libre que pueda parecernos, no será sino una garantía más en la continuidad del Estado (no importa tanto lo que se ve como lo que no se ve, también en esta cuestión).
No cabe limitar al Estado mientras exista. Es más, el Estado tiende a dominar todo el espacio disponible, de igual manera que hace lo indecible por poner a su disposición todo el espacio restante.
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