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El Estado, pura mafia monopolística

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A lo largo de los últimos siglos, el Estado se ha ido conformando progresivamente como el agente social más eficaz para limitar e incluso eliminar por completo los derechos inalienables del individuo. En realidad, no existen grandes diferencias entre la violencia que ejerce el poder estatal y la proveniente de un grupo criminal a la hora de cometer tales atropellos.

El único elemento diferenciador radica en que el Estado actúa como un poder monopolístico en su área de influencia, delimitada ésta por fronteras que separan y distinguen unos estados de otros. Es el único legitimado para ejercer el uso de la fuerza o la violencia contra sus ciudadanos. Precisamente, el concepto de "legitimidad" o "consentimiento" de los gobernados es el otro rasgo característico del poder estatal.

Sin embargo, tal y como expone el profesor Miguel Anxo Bastos Boubeta, el funcionamiento del Estado, en la práctica, guarda sorprendentes similitudes con la violencia que ejerce cualquier mafia o grupo de vándalos bien organizado. Así, bajo el argumento de ofrecer "protección" frente a supuestas amenazas externas e internas, el poder gubernamental se erige como la única fuerza capaz de limitar hasta el extremo la libertad de los individuos, ya sea imponiendo tributos, estableciendo penas y leyes o bien sacrificando la vida de sus ciudadanos en guerras de todo tipo y condición.

Tal y como expone Charles Tilly en Guerra y construcción del estado como crimen oganizado, la violencia ejercida por los estados y otros grupos organizados se diferenció lo suficiente como para hacer creíble la división entre fuerza "legítima" e "ilegítima". De este modo, con el tiempo, "los funcionarios ejercieron la violencia a mayor escala, con mayor eficacia, con mayor eficiencia, con un consentimiento más amplio por parte de sus propias poblaciones, y con una colaboración más solícita por parte de las autoridades vecinas que por parte de otras organizaciones".

La teoría política argumenta que tal poder deriva de un "contrato social" por el que los ciudadanos ceden parte de su libertad natural al Estado para evitar el caos, el "desorden" social y, así, garantizar la convivencia de los individuos o "bien común". Sin embargo, la Escuela Austríaca muestra cómo el orden surge de forma espontánea y natural. Y este proceso no sólo se circunscribe al ámbito del mercado, en sentido económico, sino a la formación y desarrollo de todo tipo de instituciones, desde la familia y el matrimonio hasta el concepto de ley. Además, ¿ha firmado alguien el tan citado "contrato social"?

De hecho, ni siquiera la elección del gobierno, en base a la soberanía del pueblo, garantiza el cumplimiento de los principios liberales en sentido estricto. La potestad atribuida en la actualidad a la clase gobernante inserta en nuestro sistema político democrático es sorprendentemente amplia e intensa, tanto cualitativa como cuantitativamente, contando apenas con precedentes a nivel histórico, salvo ciertas excepciones referidas a regímenes totalitarios o determinadas prácticas de "democracia directa" (véase el caso de la Comuna de París en 1871).

En este sentido, no cabe duda de que nuestra clase política ejerce un nivel de poder e injerencia (en cuanto a gestión de recursos y ámbito de actuación) enormemente superiores, en términos comparativos, a los monarcas del Antiguo Régimen, comúnmente adscritos al pensamiento despótico o absolutista. Lo cual resulta ciertamente paradójico si tenemos en cuenta que el actual modelo de Estado, auspiciado por la corriente liberal, surge inicialmente como respuesta política y modelo alternativo para evitar, precisamente, los abusos y excesos cometidos en el ejercicio del poder por parte del anterior régimen.

Es, por tanto, evidente que la pretendida finalidad perseguida, en cuanto a la limitación y control del poder político, no se ha visto ni mucho menos satisfecha. Tal verificación demuestra una advertencia, propia del axioma liberal, que se concreta en el hecho de que a una mayor intervención pública le corresponde, consecuentemente, un creciente poder político que, a su vez, se manifiesta en una limitación de la acción individual.

Esta pretensión, objetivo y fundamento básico del primer liberalismo político, deriva de la dimensión liberal originaria (libertad negativa) y aún presente, al menos formalmente, en la estructura y principios institucionales del Estado contemporáneo.

El hecho de que tales valores, sobre todo la igualdad entendida en sentido material así como el criterio de eficiencia administrativa en la gestión de este tipo de políticas, se hayan constituido en elementos legitimadores de nuestro actual sistema democrático constituye un hecho diferencial básico con respecto a los principios y valores del objetivo liberal.

Así pues, existe un claro distanciamiento entre la aspiración liberal inicial, tendente a la defensa de la propiedad y la no injerencia del Estado en el ámbito de las actividades privadas, y lo acaecido en la práctica como resultado de la profundización en el proceso y dinámicas democráticas.

De este modo, tal y como enfatiza Bastos, es imprescindible abordar en profundidad la construcción y desarrollo de una teoría política propia desligada del mainstream politológico actual, propio del liberalismo contemporáneo, cuyo estudio se centra en cómo limitar el poder e injerencia de un agente, el Estado, que, a la luz de los hechos, no ha dejado de aumentar. Los autores austríacos han descuidado este aspecto esencial. Ya es hora de empezar a avanzar en esta ardua materia teórica.

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