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El Estado sostenible

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Lo que pudo ser una verdadera revolución liberal, elogiada por muchos, generadora de mitos como Reagan o Thatcher, tal vez, a pesar de los avances, formó parte del proceso de adaptación y resistencia del omnímodo poder estatal. No es objeto de este artículo comentar lo que sucedió en aquellos años sino, sencillamente, advertir la tendencia seguida desde entonces que, muy lejos de debilitar al Estado, ha logrado hacerlo más fuerte si cabe.

Podemos interpretar la égida estatista en términos intensivos o extensivos, respecto a las competencias atribuidas o la regulación servida. En realidad, el Estado debe estudiarse como una estructura de dominación compleja, no ya en competencia con el proceso social de individuos libres, sino como parásito del mismo, infiltrado y adaptado paulatinamente a sus características y expresiones contingentes.

El totalitarismo de entonces (caso chino), propio de una ideología constructivista que pretende la suplantación del orden social espontáneo por una organización a modo de estructura de dominación o Estado, ha comprendido que su empresa resulta no sólo inútil, sino que está condenada a la autodestrucción. Por ello, en concubinato con la socialdemocracia de todos los partidos, ha adoptado una serie de cambios orientados hacia el afianzamiento y perpetuación del Estado en un orden global basado en el comercio internacional.

El intervencionismo ha quedado en eufemismo si tenemos en cuenta los actos de agresión sistemática sobre la función empresarial y el orden social y de mercado perpetrados por las administraciones y los poderes del Estado. Como bien señaló Mises en su análisis del intervencionismo, no conviene matar a la gallina de los huevos de oro. Los ideólogos dispuestos a servicio de la causa estatista, en base a procesos de prueba, error, competencia y aprendizaje (duele decirlo), han concluido una serie de reformas para cambiarlo todo sin que nada en realidad se mueva de su sitio.

El neoliberalismo efectivo, el que caló entre la clase política y, pudo plasmarse como reformas concretas de la Gran Organización, no logró, y en muchos casos no quiso, ubicar al Estado en una posición residual, constreñido en funciones propias de un poder público consecuente. El minarquismo fracasó; fue su espíritu el que devolvió al estatismo la viabilidad perdida.

Las privatizaciones de sectores considerados estratégicos o bienes públicos incuestionables durante y después de la Segunda Guerra Mundial (cuando no antes), introdujeron un necesario dinamismo del que sólo el mercado libre es capaz. La competencia y los incentivos descubiertos en cada desajuste y situación de descoordinación, contribuyeron y contribuyen a generar resultados muy superiores a lo que se estaba acostumbrado mediante la utilización de entes públicos. Por otro lado, las que resistieron por una razón u otra, descentralizaron su actividad recurriendo a empresas privadas prestadoras de servicios secundarios, o incluso privatizaron su gestión.

El Estado logró así que los engranajes del proceso social, parasitado por él, favorecieran sus objetivos en otros muchos campos, los que más le interesan, fundamentalmente las relaciones interestatales. Para ello requiere fortaleza interna, imbuir a su población de un espíritu dependiente, asegurar de algún modo que pese a la obvia superioridad del mercado, cuando de generar resultados se trata, el Estado siguiera apareciendo como incuestionable instancia que asegure la paz social en sus diversas formas. El paternalismo no pereció.

El nuevo intervencionismo regula mercados que constriñe o relaja en función de sus necesidades. Fomenta la creación de empresas privadas sobre las que ejerce una influencia y dominio político idéntico al que pudiera extender sobre su propia burocracia empresarial. Podemos comparar la situación actual con algún otro caso histórico, pero carece de relevancia. Todo camina hacia fórmulas inusitadas siempre orientadas por la salvación del Estado.

Fue el profesor Carlos Rodríguez Braunquien, en su intervención en los cursos de verano de Aranjuez este año 2008, nos previno sobre los peligros de esas medidas en apariencia liberales adoptadas desde el poder. Si salen bien, el producto siempre quedará a favor de la perpetuación estatista, pero, si algo negativo sucediera en el sector "liberado", podemos tener por seguro que serán los propios liberadores los primeros en recular y atribuir el quebrando al exceso de libertad.

Vivimos un proceso de paulatina recomposición y adaptación del Estado en función de sus necesidades. La aparente libertad no es sino una ligera expresión de lo que podría ser, y en consecuencia, los resultados que disfrutamos un ápice de lo que la mera existencia del Estado hace que nos perdamos. Ese coste de oportunidad refleja los fines meramente estatistas indispensables para su sostenibilidad y perdurabilidad.

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