El pasado lunes, la presidenta de Chile, Michelle Bachelet, firmaba la entrada de Chile en la OCDE, el club de los países desarrollados. Era la escena que rubricaba el éxito de un país que ha pasado de 1.300 a más de 15.000 dólares de renta per cápita. Más allá de eso, Chile es un país que ha dado, con sus fallos y reformas pendientes, con una fórmula de éxito. El «modelo chileno» ha llevado la prosperidad a sus ciudadanos y es lo suficientemente estable como para ofrecer una gran seguridad. Y ello en un continente fracasado prácticamente en toda su extensión. ¿Cuáles son las claves del éxito, cuál el significado del mismo?
Chile encarna el fracaso del socialismo y el éxito de la libertad. No de forma sincrónica, como las dos Coreas, sino diacrónica, con el desastre impuesto por Allende con grandes dosis de socialismo, seguido de la decisión de salvar económicamente al país. Recordemos que la dictadura comenzó por hacer en economía la correspondencia exacta de su política; el socialismo por otros medios. Sólo cuando el país, y con él el propio régimen, se vio en peligro, el Gobierno recaló en los técnicos. Con la suerte que éstos eran un grupo de jóvenes que venían de la Universidad de Chicago con muchas ideas y una sola: liberalizar la economía de su país.
En 1975 cambia, pues, el rumbo de la política económica. Levantan los controles de precios y la tasa de interés, recortan el gasto público y eliminan el déficit, introducen el IVA y liberalizan parcialmente el comercio internacional. En una segunda fase, introducen varias reformas estructurales. Siguiendo las ideas de Chicago, dotan al Banco Central de independencia. Reducen el número de empresas públicas de 300 a 24. Eliminan y reforman muchas regulaciones y llevan el factor trabajo al mercado. En 2003 se hizo una apuesta decidida por la apertura comercial, con un arancel plano del 6 por ciento para todos los países y todos los productos, que se ha ido reduciendo según los 20 acuerdos comerciales con 56 países que ha firmado.
La gran reforma chilena es la de las pensiones. Ha cambiado un impuesto sobre el trabajo por una cuenta de ahorro que acumula capital, el principal factor de desarrollo junto con la división del trabajo. El primer sistema, que es el más extendido, desincentiva el trabajo y favorece el consumo. El modelo chileno de pensiones, exportado a otros países de la zona, libera al trabajo de esa carga, favorece el ahorro y el crecimiento, y convierte a los trabajadores en capitalistas, lo que les permite beneficiarse plenamente de los beneficios de una sociedad libre. Por si ello no fuera poco, esta acumulación de capital ha empujado la liberalización del mercado financiero.
Resulta incómodo hablar del éxito de Chile, porque el modelo se comenzó a forjar bajo una feroz dictadura. Pero desde que Augusto Pinochet aceptó el referéndum sobre su continuidad que él mismo había convocado y Chile ha abrazado la democracia, los partidos no han cambiado el modelo; sólo lo han perfeccionado o degradado, pero sin sustituirlo. El resultado de la primera vuelta de las elecciones, en las que el representante de la izquierda antisistema ha obtenido sólo un 20 por ciento de los votos, demuestra que el pueblo chileno no quiere variar el rumbo. Es evidente que no lo necesita.
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