El Estado nació para proteger al hombre de sí mismo y corregir el «peligroso» estado de naturaleza en el que prevalecía «la ley de la selva». Esta es una bonita historia que los estatistas nos cuentan pero las mayores agresiones al hombre provienen del Estado, no de sus semejantes. De cara al exterior las guerras enfrentan a unos con otros sin necesidad de que los combatientes se conozcan y en el interior la paz social se impone mediante el monopolio de la fuerza. Las fronteras políticas nos separan de forma artificial, existen fronteras naturales pero hace décadas que los hombres consiguieron superarlas por tierra, mar y aire. El espacio, tal vez, no sería hoy una frontera si su exploración se hubiese dejado en manos de la iniciativa privada; de insensatos aventureros en lugar de ser planificada por burócratas que dependen de los presupuestos públicos.
La política exterior puede ser aterciopelada por hermosas palabras pero la política de la acción se impone. En los últimos días hemos visto cómo las tropas rusas tomaban posiciones en la provincia ucraniana de Crimea llevando a cabo una política de hechos consumados mientras que los partidarios de la diplomacia organizaban reuniones y comisiones. El realismo se termina prevaleciendo sobre el idealismo, mientras unos invaden países otros todavía están contando nubes. Sería un error pensar que esta política de la acción se debe a los tics totalitarios de Rusia, pues no hay que ir muy lejos para recordar el espionaje de Estados Unidos que incluía hasta a los líderes de los países «aliados».
Las democracias actuales han enmascarado el poder del monopolio estatal suavizando sus formas pero manteniendo intactos sus privilegios colectivos sobre los individuos. Las palabras como encubrimiento de la fuerza; la «democracia deliberativa» como artificio dialéctico que adorna la imposición legislativa; las elecciones democráticas como sistema de reparto del poder estatal; la economía del bienestar como mercantilismo de Estado que favorece a los amigos; y el derecho internacional como resolución de los conflictos entre Estados.
El sueño de los planificadores de la paz es ya antiguo, desde que en el siglo XVII Emeric Crucé hiciera su propuesta, pasando por la Paz Perpetua de Kant o los 14 puntos wilsonianos hasta la Organización de Naciones Unidas, han sido muchos los intentos en una historia plagada de fracasos. La Pax Europea es otra ilusión que trata de sustituir un concepto geográfico, Europa, por otro político, Unión Europea. En Ucrania se ha visto como más allá de sus fronteras la UE no tiene ni auctoritas ni potestas. Los ucranianos están siendo rehenes de una situación creada por intereses políticos, nacionales e internacionales, que de no existir se habrían resuelto de otra forma. Jugar con los sentimientos nacionales para conseguir estos o aquellos objetivos políticos nos recuerda lo peor de la historia del siglo pasado.
El conflicto existe, es algo cotidiano a lo que nos enfrentamos en nuestras vidas. Ignorarlo o enmascararlo suele conducir al fracaso, imponer una solución también. Los Estados pueden tratar de fingir la cooperación pero en los momentos clave descubren su naturaleza, la de la fuerza, la de la imposición. La tensión y las discrepancias se resuelven a diario en nuestras relaciones personales, pero también a niveles comunes, de forma pacífica a través del intercambio libre de bienes y servicios; la cooperación y el comercio sustituyen a la guerra en las relaciones libres entre personas y empresas cuando el Estado no impone su fuerza. El liberalismo no es para las relaciones estatales, pero el problema no está en la libertad sino en los Estados.
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