Tres son, básicamente, las funciones que le competen al estado dentro de un ordenamiento liberal: 1) la defensa frente a un ataque externo; 2) la defensa de los derechos individuales frente a eventuales vulneraciones por parte de miembros de la propia comunidad; 3) el arbitraje en los casos de conflicto de derechos entre ciudadanos. (En rigor, hay una función adicional pero, por razones de espacio y complejidad conceptual, no es posible tratarla aquí).
El punto en debate es si el cumplimiento de esas tres funciones demanda la existencia del estado o, en su defecto, es posible dejarlas al arbitrio de la iniciativa privada. Del resultado de ese debate depende que consideremos posible, o no, la existencia de una sociedad sin estado, llamada, usualmente, anarcocapitalismo. Analicemos, entonces, caso por caso.
Si la defensa frente a un ataque externo no estuviera a cargo del estado, habilitado para coaccionar a los ciudadanos a participar del esfuerzo bélico, el resultado sería que la participación en esa tarea defensiva se tornaría optativa. Y la pregunta es si tal metodología sería eficiente.
La respuesta es negativa porque una acción militar constituye, esencialmente, una gestión con vistas a la consecución de un propósito colectivo, no a la realización de objetivos individuales. Si la participación en la defensa común fuera librada al albedrío de cada ciudadano, todos tendrían incentivos para dejar la tarea en manos de otros y, finalmente, no habría acción de defensa, esencialmente, porque la conveniencia individual de cada uno derivaría en que nadie contribuiría al esfuerzo común. Sería un caso de "tragedia de los comunes", aunque no aplicado a la explotación de un recurso (como en la versión ortodoxa de Hardin) sino a la prestación de colaboración con vistas a la consecución de un fin comunitario. Como el bien a defender es de propiedad común, todos procurarían mejorar su beneficio individual y eso llevaría a que toda la gestión fracase. Por lo tanto, el único modo posible de resolver el problema es que haya una autoridad que obligue a todos a participar del esfuerzo común. Esto, naturalmente, implica un cercenamiento de la libertad individual, pero las circunstancias no dejan margen de elección porque, ante un ataque externo, el principio de la libertad individual queda postergado frente a la necesidad colectiva de impedir el sometimiento al atacante.
Con respecto a la defensa de los derechos individuales frente a eventuales vulneraciones por parte de terceros, la opción es acción estatal o agencias de seguridad privadas. En rigor, la privatización del servicio de seguridad es perfectamente posible. Pero el problema que se plantea es el de la determinación de los alcances y los límites de las acciones que los agentes de seguridad pueden efectuar en el ejercicio de la defensa del orden público y/o privado. Por ejemplo, imaginemos que un supuesto ladrón es sorprendido in fraganti y se da a la fuga con el botín; ¿hasta dónde los agentes de la seguridad privada tienen derecho a atacarlo para sancionar su accionar, sin vulnerar los derechos del malviviente? Esto requiere algún tipo de reglamentación y la determinación de las facultades de las fuerzas de seguridad constituyen una decisión política, no empresarial, y, por lo tanto, es el estado quien debe adoptarla. El criterio que el estado aplique para reglamentar el ejercicio del derecho del acusado y de los derechos de defensa de los supuestos damnificados, constituye una decisión discrecional, adoptada conforme a criterios de aceptación social mayoritaria, cuyos contenidos pueden ir mejorándose gradualmente conforme la experiencia práctica vaya arrojando enseñanzas que permitan perfeccionarla. Pero en cada instancia particular tiene necesariamente que haber determinadas reglas que, para ese momento (y hasta tanto se corrijan eventuales insuficiencias) sean las que estén vigentes y, por lo tanto, en aplicación. No hay margen para dejar a la decisión individual de los actores de cada incidente en particular la legitimidad de los actos de represión del delito, ya que en tal caso nadie sabría exactamente a qué parámetros atenerse para regir su conducta. No queda más alternativa que fijar algún criterio e imponerlo coactivamente para evitar que las relaciones sociales devengan caóticas porque cada cual interpreta sus derechos como le plazca. Por eso es imposible resolver este tipo de problemas por fuera de una estructura de naturaleza estatal.
En relación al problema del arbitraje en caso de conflicto de derechos, típicamente se produce cuando alguna de las partes intervinientes en un contrato demanda a la otra por un supuesto incumplimiento. Puede ocurrir que la parte demandada rechace la acusación o justifique su accionar en algún otro posible incumplimiento previo del demandante. Entonces, se plantea el problema de determinar quién, y en qué medida, es el responsable del conflicto. En principio, esto se podría tratar por medio de jueces privados. Pero el problema es que la legitimidad de la decisión de un juez privado está condicionada por el grado de consenso que tenga su sentencia. Y es obvio que si una de las partes no está conforme, la impugnará, lo cual es legítimo porque podría suceder que el juez no haya fallado conforme a derecho. Esto obliga a establecer instancias de apelación, que también podrían ser privadas. Pero, en último término, tendrá que haber alguna instancia judicial que sea definitiva e inapelable. Quien no concuerde con ese fallo final, deberá someterse a él aunque no le satisfaga. Esa función de tribunal supremo (aun en el caso de que la tarea operativa esté delegada en una compañía privada) tiene necesariamente que contar con la legitimación estatal, para que su resolución sea inapelable y esté respaldada por la facultad de emplear la fuerza para obligar al cumplimiento de sus disposiciones.
Estos ejemplos explican por qué, aunque muy acotada, es necesaria una organización que cumpla funciones estatales para garantizar la libertad y evitar que las relaciones interpersonales deriven en un desorden cuyo efecto práctico sería, precisamente, la desaparición o el achicamiento de los márgenes de libertad individual. Si damos como aceptado que la libertad individual es el valor supremo del sistema social, debemos admitir que, a los efectos de garantizar la defensa, el orden público y el cumplimiento de los contratos, y evitar que se desencadene un caos, es necesaria, dentro de límites mínimos, la existencia de una organización que detente la facultad de ejercer la coacción para evitar los desbordes cuyo efecto sería la vulneración de los derechos de cuya vigencia la libertad depende. El tema suscita acaloradas polémicas en círculos liberales, donde algunos núcleos, partidarios de un orden social sin estado, omiten considerar seriamente cuáles serían las consecuencias reales de la puesta en aplicación del mecanismo que propugnan.
1 Comentario
quizás el error del liberalismo es rechazar el estado como herramienta relacional para solucionar problemas de la sociedad. Ese es uno de sus errores.