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El liberticidio como estrategia política

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El nacionalismo catalán no desprecia escenario alguno ni repara en gastos (siempre con dinero público). En su huida hacia delante, cualquier oportunidad es de oro para mostrar lo acertado de su propuesta política y lo nefasta que es la influencia de España, pese a que la Generalidad "no atraviesa un buen momento económico" y es, precisamente, ese "Estado opresor" contra el que arremeten quien financia sus ingentes dispendios.

Como se está pudiendo comprobar en los últimos años, CIU y ERC se aferran a que "España les roba", mantra que en un panorama de crisis económica como el actual, les permite sumar adeptos a su causa, aunque algunos no sean independentistas por razones identitarias, sino "de bolsillo".

Sin embargo, en el modus operandi convergente-republicano existen formas muy alejadas al modo en que en democracia se debe explicar, defender y argumentar una opción política, por muy utópica que sea ésta. Al respecto, durante la campaña de estas elecciones europeas hemos asistido a un fenómeno recurrente en la Cataluña actual: la amenaza física al que piensa distinto y ahí, el PP ha sido, una vez más, la víctima elegida, si bien no la única.

En efecto, ya en los tiempos de tramitación del nuevo Estatuto de Cataluña (2003-2006), la oposición mostrada por los populares les hizo acreedores de ataques verbales y físicos. Josep Piqué, líder del PPC, difícilmente podía exponer las razones de su rechazo a los deseos del Tripartito (bien secundados, por otro lado, por CIU cuyo discurso se desmarcó de las líneas básicas y ambiguas trazadas durante el Pujolismo).

Además, desde el gobierno de la Nación, por acción y por omisión, se estimuló que el PP fuera considerado un partido de "derecha extrema", a pesar de que representaba a 10 millones de españoles y a pesar de que dentro de las filas socialistas políticos como Rosa Díez o Joaquín Leguina, rechazaron el vocabulario y conceptos ("España plural") que José Luis Rodríguez Zapatero patrocinaba. De este modo llegó el Pacto del Tinell, cordón sanitario para unos (sus signatarios), afrenta a la democracia para otros.

Como los hechos han corroborado, esta dinámica liberticida no ha concluido. Los escraches de ayer los ha sufrido en los últimos tiempos Cristóbal Montoro. A modo de nexo entre ambas épocas, Albert Rivera, Arcadi Espada o Albert Boadella también fueron víctimas de su oposición a lo que en Cataluña se considera políticamente correcto.

Lo más grave del asunto es que, cuando se amenaza a un político, desde las instancias del gobierno catalán se emplea la equidistancia como respuesta. En efecto, por un lado se condena el incidente (sin excesiva vehemencia) pero inmediatamente se añade "algo habrá hecho" que le ha convertido en merecedor del ataque.

Y en esas estamos. Mientras España como nación afronta una etapa delicada en el terreno económico, el nacionalismo catalán quiere romper una historia (política, cultural y social) compartida. Para ello, considera como verdades absolutas falacias tales como que, tras la separación, Cataluña será automáticamente un Estado nuevo en la UE o que la opulencia y el bienestar se instalarán en la aludida comunidad autónoma. Ciertamente, la visión de CIU y ERC adolece de realismo, al mismo tiempo que es un brindis a favor del proteccionismo.

Se trata de un ideario que cae por su propio peso y muy fácil de desmantelar. Sin embargo, y eso es lo grave, hasta ahora salvo honrosas excepciones, no se ha efectuado pedagogía alguna. Dicho con otras palabras: aún no se ha comparecido en la batalla por las ideas, lo que deja el campo libre para que el nacionalismo catalán machaque las mentes de sus ciudadanos con mentiras y utopías.

En ese sentido, hay mucho que aprender de los británicos. Laboristas, tories y liberales muestran que están por encima de epítetos y hacen frente común para defender la unidad de Reino Unido. En España, por el contrario, el complejo se ha instalado en unos niveles tales, que se confunde nacionalismo con progreso.

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