Durante siglos, el Mediterráneo, el Mare Nostrum, nuestro mar, como lo denominaban los romanos, fue el centro alrededor del cual se desarrolló la historia occidental. Si desde las costas griegas navegamos hacia el este, hacia la península anatólica, recorremos un estrecho, el Bósforo, una pequeña extensión de agua conocida como el Mar de Mármara y, de nuevo, otro estrecho, el de Dardanelos, dejando a babor la histórica ciudad de Estambul, antes Constantinopla y mucho antes, Bizancio; así, desembocamos en el Mar Negro, un gran mar interior que ha ayudado a formar y conformar buena parte de la historia europea y asiática.
Del trigo y otros cereales que se cultivaron en los campos que se extienden hacia las estepas euroasiáticas se alimentaron griegos, romanos, bizantinos, turcos, mongoles, rusos y el resto de Europa, cuando la guerra no lo impedía. Al mar Negro fue Jasón buscando el Vellocino de Oro, que halló donde hoy está Georgia. En sus costas se aposentaron temporalmente tribus o, mejor dicho, confederaciones de tribus que, al principio de manera infructuosa y al final exitosamente, invadieron el temido y poderoso Imperio romano (el de Occidente, pues el de Oriente aguantó mil años más). Escitas, sármatas, hunos, godos, mongoles y otros pueblos tuvieron relación con este gran mar a lo largo de los siglos y los descendientes de los que quedaron allí la siguen teniendo. Con el tiempo, el Mar Negro terminó formando parte de algunas de las muchas rutas que conformaron la más genérica Ruta de la Seda, que fue esencial para que comerciantes bizantinos, genoveses, venecianos, aragoneses, turcos, etc. adquirieran las preciadas mercancías que provenían de Extremo Oriente, de la lejana China, incluso del remoto Japón.
Cuando se abrieron las rutas atlánticas, ésta declinó, pero los principales productos de la zona -grano, pieles, esclavos (sí, esclavos)- siguieron llenando mercados, tanto orientales como occidentales. Cuenta la leyenda que la letal Peste Negra del siglo XIV vino en una galera genovesa desde la ciudad de Caffa (que sigue existiendo en la península de Crimea, pero con el nombre de Fedosia). Caffa era sitiada por los mongoles, que decidieron invocar la guerra bioquímica contra los sitiados, lanzando las cabezas a medio pudrir de los enemigos muertos, con la intención de propagar enfermedades y que la ciudad terminara rindiéndose. Mercaderes genoveses huyeron espantados de la ciudad en sus barcos y se llevaron la peste consigo. Seguramente, la letal enfermedad llegaría de una manera algo más compleja, pero como leyenda, que tiene cierta moraleja en su final, es bastante pintoresca. A partir del siglo XVI, se convirtió en el sitio donde convergían distintos pueblos, reinos e imperios con intereses contrapuestos, componiendo una geopolítica compleja y cambiante. Mientras que el turco pretendía mantener sus posesiones en la zona, el ruso buscaba su salida hacia el Mediterráneo, desplazando a otras monarquías y anexionándose territorios. Según la política europea se fue haciendo más global en el XVII, XVIII y, sobre todo, XIX, el resto de los imperios occidentales, con presencia en todo el globo, convergieron en la zona para apoyar a unos u otros, en función de sus intereses particulares, con estallidos extremadamente violentos como la Guerra de Crimea. El Mar Negro nunca perdió esa función de zona de contacto entre Oriente y Occidente, incluso durante la Revolución Rusa, en ambas guerras mundiales y durante la Guerra Fría.
En la actualidad, el mar Negro sigue siendo fuente de interés y, por tanto, de conflictos. La descomposición de la URSS ha dado paso a una Federación Rusa, dirigida por Vladimir Putin, ex del KGB, que ha optado por un Estado autoritario, quizá el más fascista de todos los regímenes que hay en el mundo, que ha desenterrado el expansionismo ruso y pretende recuperar sus zonas de influencia, cuando no dominarlas territorialmente otra vez. Sus guerras con Georgia y Ucrania, la ocupación de la Península de Crimea y de zonas nominalmente ucranianas son algunos ejemplos de tal actitud. Según escribo estas líneas, ha vuelto a surgir el rumor de una posible invasión rusa de dicho país. En cuanto a recursos económicos, además de que el norte sigue siendo cerealista, la gran presencia de petróleo y gas natural en la zona y, sobre todo, la construcción de oleoductos y gasoductos a través de sus aguas hacia la necesitada Europa, muestran que su control no es una cuestión baladí o de mero honor, sino una parte importante de la estrategia de las potencias regionales.
El mar Negro es un mar extraño a ojos del que lo analiza con detalle. Con una longitud de 1.175 kilómetros de oeste a este, una profundidad máxima de 2.212 metros y una extensión de 436.000 Km2, tiene un volumen medio de agua de unos 547.000 km3, alimentado por cuatro grandes ríos, el Danubio, Dniéper, Dniéster y el Kubán y por un flujo de intercambio de agua desde el Mediterráneo por el Bósforo y el Dardanelos, consecuencia de la distinta salinidad de ambos mares, que genera esta dinámica. Digo que es extraño porque, a ojos de un humano, el Mar Negro está más muerto que vivo. Las nueve décimas partes de su agua carecen de vida; al menos de la vida que nos gustaría que tuviera. Durante eones, las cuencas fluviales que lo han alimentado han dejado, además de agua, gran cantidad de materia orgánica que, poco a poco, a través de procesos químicos y bioquímicos, han ido gastando el oxígeno disuelto en el agua. Con el tiempo, el agua se ha convertido en anóxica, perfecta para la vida de especies como ciertas bacterias, cuyo metabolismo segrega ácido sulfhídrico como producto de desecho, acidificando el mar y haciéndolo inviable para la vida que depende del oxígeno. Este es un proceso natural, en el que nada ha tenido que ver el hombre y se da con cierta frecuencia en la naturaleza. Hay lagos que tienen una zona oxigenada en la superficie y otra anóxica en la profundidad, y ocurre con cierta frecuencia que ambas capas se intercambian, matando toda la vida que pudiera haber en la superficie y dejando un característico olor a huevos podridos en la zona durante varios días. Afortunadamente, esta situación no se ha dado en el mar y la décima parte de la superficie toma el oxígeno del aire y mantiene una rica fauna. O mantenía.
Recalco que es natural, que el hombre no ha tenido nada que ver, pues no es extraño que los grupos ecologistas, organismos institucionales como la ONU, departamentos políticos de temática medioambiental y económica, así como la prensa, tan dados al alarmismo (cada uno por razones de génesis diferente, pero con un mismo resultado), eviten mencionar este origen cuando hacen una exposición de los males que afectan a determinados ecosistemas, siempre complejos, siempre activos y, desde luego, cambiantes. Este es un buen ejemplo para reflexionar sobre la carga que asignamos al ser humano en los cambios catastróficos de los ecosistemas. Da la sensación de que, por defecto, asignamos el cargo de la culpa a la actividad humana (que, desde luego, no podemos negar), aportando no pocas veces informes hechos ad hoc, sin la rigurosidad debida y sin el tiempo adecuado, jugando al alarmismo por el principio de precaución. En los años 80, precisamente en el Mar Negro se detectó una subida de la capa anóxica de unos 30 metros por parte de científicos americanos, que rápidamente encontró eco en la prensa americana y mundial. Tuvieron que ser -paradójicamente- los soviéticos los que aportaran datos sobre los cambios en esta capa, descartando que una subida de 30 metros fuera extraordinaria y apuntara a un peligro inminente, ya que estos cambios formaban parte de la dinámica del mar. Un ecosistema es un sistema dinámico que también ha desarrollado sistemas para recuperarse de posibles daños que puedan ocurrir. El ser humano no es la única y letal causa que lo afecta, pues se pueden dar circunstancias, desde geológicas hasta biológicas, que dañen el sistema. Hace unos días, aparecía en la prensa, sin bombo y platillo, que se había detectado un flujo desconocido de CO2 hacia la atmósfera, fruto de la acción de ciertas bacterias marinas sobre las piedras calizas. Los mismos descubridores se animaban a decir que este impacto no es tan grande como el de los humanos, poniendo la venda antes que la herida.
Sin embargo, en el caso del Mar Negro, sí que ha habido una actividad humana que ha afectado a la vida y a la estabilidad del ecosistema. En el mundo actual, cuando abordamos este tipo de hechos, estamos acostumbrados a ver cómo se llevan al plano de las ideologías, además de una manera bastante maniquea, de buenos y malos. Hoy por hoy, la izquierda se ha adueñado del discurso ecologista y la derecha, sobre todo la conservadora, le ha comprado la mercancía y sigue a pies juntillas muchas de las ‘soluciones’ (por llamarlas de alguna manera) que proponen sus adversarios. Las políticas medioambientales menos extremas de los partidos de la izquierda y de la derecha no se diferencian en tanto, pero en lo que se refiere al discurso y la filosofía que las aguantan no está tan claro. Basta con darnos un paseo en internet por blogs, webs o seguir las redes sociales de ciertas organizaciones para encontrar expresiones del tipo ‘el capitalismo mata el planeta’, ‘las empresas lo envenenan’ o cualquier lindeza similar, cuando no es el ser humano un virus maligno que hay que parar (o eliminar). Desde esta perspectiva, el daño siempre lo hace el capitalismo más ramplón e irresponsable. Y puede que en algo tengan razón y se hagan daños, pero si ha habido algo que no ha respetado los ecosistemas han sido los sistemas totalitarios.
El gran desastre ecológico que supuso la desaparición del mar Aral no es, desgraciadamente, uno de los más conocidos en Occidente. El de Chernóbil puede que sí, porque nos afectó más y tiene una serie de televisión francamente buena. Menos conocidos son los innumerables ‘chernobilitos’ que se han producido por la dejadez del sistema soviético (y luego el ruso) y los muchísimos vehículos de propulsión nuclear (submarinos y barcos de guerra) que ahora están abandonados en cementerios en medio de la nada, creando zonas contaminadas radiactivamente. No hay mucha información sobre ello, pero de vez en cuando, se descubren nuevas pruebas de estos desastres. Y no podemos esperar algo bueno de ellos. Si un grupo social, nación, Estado o país, sujeto a un destino manifiesto, desprecia al individuo, al ser humano, que es desechable y prescindible, qué se puede esperar de lo que le pase a un ecosistema o a una especie. El comunismo y, en general cualquier totalitarismo no va a tener ningún problema en sacrificarlo por la causa, dándole una “función” en aras de la revolución final. Pues bien, el Estado soviético y sus satélites comunistas han sido algunos de los agresores del Mar Negro, de la misma manera que por el sur lo ha sido la -llamémosla- sospechosa democracia turca. Ambos casos serán analizados en los siguientes artículos.
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