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El negacionismo escéptico

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Los liberales consideran fácil rebatir racionalmente el catastrofismo ecologista propio de los popes del cambio climático; otra cosa es que el auditorio -con sus prejuicios, propios de todo ser humano – quiera o pueda asimilar el mensaje: El Estado, allá donde ha tenido más poder, ha demostrado sus miserias (los desastres de Chernóbil o el mar de Aral, son sólo algunos ejemplos). Y es que, como sabemos, los sesgos de políticos y burócratas, en lo que a información e incentivos se refiere, se magnifican cuando ostentan todo -o la mayor parte- del poder; mientras, en los sistemas en los que las decisiones se toman a través del mercado -del libre intercambio de los conocimientos y las necesidades de millones de personas distintas, con derechos de propiedad cada vez mejor definidos-, se produce una mayor coordinación social, más flexibilidad y una sana competencia que ayuda a que se descubran y apliquen cada vez mejores soluciones, huyendo -a la larga- de respuestas simplistas y siendo más fácil que se tengan en consideración los miles de variables que afectan y condicionan la realidad en la que vivimos, como si los sesgos de unos y de otros -que, repetimos, todos tenemos- se compensasen y anulasen entre sí.

Quizás, por ello, para rebatir esta nueva religión, seguros de la fácil victoria, se utilizan muchas veces a “expertos” que parten de las premisas del adversario (“el cambio climático ocasionado por el hombre es un problema que de alguna forma hay que atajar”), como el activista Shellenberger, el Premio Nobel Nordhaus o el ecologista escéptico Lomborg, quienes, de una u otra forma, reconocen que “el cambio climático es un problema real”, aunque exagerado (Lomborg),  que hay que integrar en el análisis macroeconómico a largo plazo (Nordhaus), y que puede solucionarse a través de la tecnología (Schellenberger), siendo mucho menores, por ejemplo, los efectos negativos de los combustibles fósiles comparados con los beneficios socioeconómicos que reportan (Alex Epstein).

En mi opinión, en esta batalla no se le pueda dar ni media concesión al adversario, aunque exija mayor esfuerzo y análisis. Y es que, creo, aceptar como principio del debate -aunque sea a efectos dialécticos- la supuesta existencia del “cambio climático” (que cacarean, sin prueba científica contrastada, cientos de potentados desde su avión privado “CO₂ free”) es un gravísimo error, ya que el supuesto cambio es sólo el banderín de enganche, la excusa a través de la cual pretenden infectarnos de un virus mucho más letal: un neomaltusianismo ramplón y terrible que justifica una “revolución permanente” more comunista (“siempre se puede hacer más por el planeta”), en la que cada individuo se convierte en un lobo para el resto, que lleva a un paulatino empobrecimiento general, no muy igualitario (se destinarán más recursos de los necesarios: el mercado es mejor que el Estado, pero no infalible), que justifica cualquier medida política -con nuestros impuestos- o social tendente a reducir la población y evitar la natalidad (eutanasia, aborto, anticoncepción, matrimonios poco prolíficos o incluso “childfree”), y que llevará -está llevando- a muchos -de buena y mala fe- a acudir a los de siempre, como nuevos sacerdotes sumos, bajo cuya experta dirección someternos voluntariamente no ya Dios -ni siquiera al hombre-, sino a esa supuestamente nueva -aunque sea antigua- deidad, poliforma y difusa, que unos llaman Gaia, otros madre-tierra, algunos pachamama… en cuyo altar debemos hacer, sin descanso, sacrificios cruentos, como se hacían en otras épocas históricas a las que los ecologistas radicales parecen querernos devolver.

Ya está bien de que partamos siempre de la presunción de que somos semidioses con poderes infinitos… y que esa idea sirva para manipularnos y atentar contra el orden natural de la creación (es el hombre quien debe dominar la creación, no al revés) y contra nosotros mismos (van a venir estos popes, con piel de cordero, a sojuzgarnos para protegernos de nosotros mismos, ¡venga, hombre!).

Son infinitas las incógnitas de base: desde un punto estrictamente material, nuestro planeta, y más el hombre, es mucho menos que una pulga en medio del universo: la más mínima circunstancia en el sol puede, por ejemplo, afectarnos mucho más que todas las emisiones provocadas por el hombre durante siglos; la climatología es una ciencia nueva, todavía en pañales, y con datos preciosos sólo del pasado más “ultra-reciente”; el clima ha variado muchísimo a lo largo de los siglos sin necesidad de nuestras emisiones de carbono; el CO₂ que contiene nuestra atmósfera procede, en su mayor parte, al parecer, de las emisiones volcánicas masivas de hace millones de años, a cuyo lado nuestros coches, fábricas y calefacciones -incluso si añadimos el mortífero excremento de las vacas- son cagaditas microscópicas de mosca. La temperatura media anual de la España peninsular hace sesenta años fue, al parecer, idéntica a la de 2021, idéntica (según el IEMET) a pesar del crecimiento de la población y del mayor uso de energía por habitante… Y aun así cedemos en los puntos de partida del debate, aunque no estén contrastados, y aunque con ello un sesgo tenebroso y criminal infecte la cosmovisión desde la que la mayoría percibe la realidad. ¡A mí que me lo expliquen!

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