La democratización de la empresa implica la dilución de los derechos residuales de los accionistas.
En el artículo anterior, analizamos la teoría clásica sobre el objetivo de la empresa en las economías capitalistas (a la que llamamos SVM, por sus iniciales en inglés). De acuerdo con el enfoque SVM, las empresas deben maximizar el valor de los accionistas a largo plazo, lo cual implica maximizar los beneficios netos después de impuestos. Vimos también que la teoría SVM tiene fundamentos teóricos sólidos a nivel agregado. Cuando las empresas maximizan sus beneficios en un marco competitivo, el bienestar social aumenta.
No obstante, a nivel de empresa, el enfoque SVM parece más difícil de justificar. ¿Por qué maximizar la utilidad de los accionistas y no la del resto de partes interesadas por la actividad de la empresa? A fin de cuentas, una empresa no es más que un nexo de contratos entre distintos grupos con intereses heterogéneos: trabajadores, proveedores, consumidores, accionistas, Gobiernos, etc. (Jensen and Meckling, 1976). ¿Por qué priorizar los intereses de los accionistas sobre los del resto?
Este razonamiento dio pie en los años 70 al surgimiento de la teoría Stakeholder. Según esta teoría, no debe existir un objetivo único corporativo que guíe la estrategia empresarial. En su lugar, las empresas deben intentar equilibrar e integrar los múltiples objetivos y relaciones existentes dentro de la empresa (Freeman and McVea, 2001). El papel del equipo directivo (y, en última instancia, el del consejo de administración) sería, por tanto, el de juez neutral que toma decisiones en base a los distintos (y en ocasiones contrapuestos) intereses de las partes afectadas por las operaciones de la empresa (los llamados stakeholders).
El atractivo del enfoque Stakeholder yace en sus similitudes con la democracia política: de la misma forma que los políticos toman decisiones en representación de los ciudadanos, los directivos hacen lo propio en nombre de todos los stakeholders de la empresa. Desde este punto de vista, la teoría Stakeholder no es más que la aplicación de la teoría democrática al ámbito corporativo. Sin embargo, por mucho predicamento que tenga esta teoría entre los entusiastas de la democracia, la teoría Stakeholder adolece de varios problemas.
En primer lugar, la ausencia de un objetivo claro y medible otorga una discrecionalidad casi ilimitada a los directivos. Esto puede parecer contraintuitivo. Al cabo, si el CEO tiene que responder ante todos los stakeholders y no solamente ante los accionistas, ¿no estará más encorsetado a la hora de tomar decisiones? Lo cierto es que no. Sin un objetivo medible, el nexo causal entre las decisiones empresariales y sus efectos dentro de la empresa desaparece, permitiendo a los directivos justificar cualquier política corporativa en base al etéreo argumento de “intentar integrar los objetivos de los distintos stakeholders en la toma de decisiones”.
En segundo lugar, la democratización de la empresa implica la dilución de los derechos residuales de los accionistas (Andrés y Azofra, 2008). A diferencia de los acreedores, cuyos ingresos están garantizados por contrato, los accionistas sólo ganan si la empresa consigue obtener beneficios después de hacer frente a todos los costes. Esto implica que los accionistas asumen un nivel de riesgo mayor y, por tanto, exigen una rentabilidad mayor. Si los accionistas pierden estos derechos residuales por la democratización de facto de la empresa (esto es, si el objetivo ya no es maximizar los beneficios netos y, por tanto, el valor de los accionistas a largo plazo), no tendrán incentivos para invertir en la empresa y asumir riesgos, erosionando de los pilares básicos del crecimiento económico: el emprendedor como creador de valor.
Por último, dicha teoría da por sentado que, para mejorar la situación de todos los stakeholders de una empresa, hay que incorporar sus intereses a la toma de decisiones corporativas. Sin embargo, la evidencia empírica de los últimos doscientos años demuestra que esto no es necesario. De hecho, cuando las empresas persiguen maximizar el valor de los accionistas, el resto de stakeholders tienden a beneficiarse. Pongamos el ejemplo de los trabajadores. Una empresa que tenga como objetivo maximizar sus beneficios netos a largo plazo, buscará incrementar su productividad. En un ambiente competitivo y con un mercado laboral flexible, dichos aumentos de productividad se traducirán en incrementos salariales. Es decir, los trabajadores se benefician cuando las empresas persiguen la maximización del valor de la empresa
¿Quiere esto decir que la teoría Stakeholder debe ser desechada por completo? En absoluto. La teoría Stakeholder puede de algún modo complementar la teoría SVM sin que ello implique abandonar el objetivo clásico de la empresa (Jensen, 2002). La tarea de maximizar los beneficios de una empresa no puede llevarse a cabo sin una comunicación fluida con los distintos stakeholders. De hecho, como afirma Jensen, “no se puede maximizar el valor a largo plazo de una organización si se ignora o maltrata a (…) los clientes, financiadores, proveedores, reguladores, la sociedad etc”.
En suma, el enfoque Stakeholder no es una alternativa viable para las empresas en el marco de las economías de mercado. Como hemos visto, presenta una serie de problemas insalvables que impedirían competir en igualdad de condiciones a aquellas empresas que lo adoptaran. No obstante, el énfasis que hace en las relaciones con los stakeholders puede ayudar a mejorar el funcionamiento de las empresas, facilitando la consecución de su objetivo último, que no debe ser otro que maximizar el valor de sus accionistas a largo plazo.
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