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El origen constructivista de un genocidio

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En 1994 la opinión pública occidental asistió entre horrorizada y perpleja a uno de los genocidios más brutales y peculiares que se conocen. Entre abril y julio de ese año, en torno a un 70% de personas de la etnia tutsi y los pocos opositores hutus de Ruanda fueron asesinados en una operación dirigida por el gobierno, en manos de los hutu, y, aquí lo más característico, con la participación efectiva, masiva y directa de la población de este grupo. Quedó al margen de los titulares, como suele suceder, la responsabilidad del constructivismo social que los pioneros colonialistas alemanes y, en especial, los belgas que les sucedieron tuvieron en ello.

Hacia 1880 llegaron los primeros europeos y se encontraron con una sociedad estructurada en la que existía una jerarquía social, sin duda, pero con una red de vínculos que aportaban cohesión al conjunto. Se daba también una división grupal del trabajo que añadía elementos de coherencia y, por último, un sistema pautado de movilidad social ascendente y descendente que eliminaba tensiones basadas en el origen étnico. 

En aquel periodo una mayoría hutu se dedicaba a la agricultura, un 20% aproximadamente eran tutsis pastores y una exigua minoría pertenecía a la etnia twa (llamada entonces pigmeos) que transitaba desde la recolección a la alfarería. El grupo dominante, tutsi, tenía establecido con los hutus un sistema de patronazgos y relaciones clientelares que regulaba las relaciones así como los intercambios y, además, existían dos instituciones que encauzaban la movilidad social y actuaban de colchón suprimiendo la discriminación conflictiva entre ambos grupos. Una era la kwihutura («dejar de ser hutu»), consistente en el paso de la condición hutu a la de tutsi, posible mediante alianza matrimonial o por vinculación completa de un linaje hutu a otro tutsi. El proceso contrario, «dejar de ser tutsi» (kwitutsira,) también se producía de manera regulada.

Los alemanes, al identificar al grupo hegemónico e instalar su administración imperial, decidieron delegar el poder en la minoría tutsi, para lo cual introdujeron en el imaginario nativo una reinterpretación de las diferencias étnicas que reforzara el poder delegado de los tutsis y, sobre todo, justificara su decisión acudiendo a argumentos de supremacía racial, tan en boga en la Europa decimonónica y de primeros del S.XX. La nueva mitología que asentaba la ingeniería colonial alemana otorgaba a los tutsis una superioridad racial sobre los hutus fabulando para aquellos un supuesto origen camítico, como provenientes del valle del Nilo, y una ascendencia europea. 

Tras la Primera Guerra Mundial, los belgas sustituyeron a los alemanes en el dominio colonial y continuaron con el mismo constructo social y sobre idénticos fundamentos ideológicos. Los agentes de penetración de esta ideología mítica al servicio del imperialismo eran misioneros de origen valón, a la sazón dominante en su Bélgica natal sobre los flamencos. Una vez acabada la Segunda Guerra Mundial y en pleno proceso mundial de descolonizaciones, los misioneros belgas en Centroáfrica pasaron a ser mayoritariamente flamencos. Quizá por constituir también el grupo marginado en su país de origen, los nuevos predicadores abordaron la cuestión étnica en Ruanda basándose en el mismo mito racial de sus antecesores pero enfatizando, al contrario que los valones, la injusticia cometida por los tutsis, advenedizos en África Central, sobre los hutus, nativos inmemoriales y legítimos propietarios de esas tierras. Sobre el mismo mito racial, se acentuaron los odios inversos, los del supuesto despojado hutu contra el invasor y depredador tutsi. De la versión supremacista se pasó así a la nativista, igualmente falsa, destructiva y foránea.

La descolonización ulterior trajo gobiernos hutus, al revés que en la vecina Burundi, donde los postcolonialistas tutsis mantuvieron el poder. No procede hacer un relato detallado de los acontecimientos desde la independencia en los años sesenta hasta el genocidio de 1994, pero sí señalar que ambos grupos étnicos dirimieron su historia imbuidos de unas ideas racistas e indigenistas llevadas desde Europa, que aspiraron, con una arrogancia fatal, a reinventar la sociedad centroafricana descoordinando una asentada estructura previa.

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