Ortega nos ofrece en La España Invertebrada dos hipótesis desiguales. En primer lugar, construye su obra en torno a una teoría del particularismo bastante contundente. Sin embargo, y en segundo lugar, presenta una visión deformada de la historia de España, diría que autoflagelante y superficial, que sólo se justifica por lo convulso y sombrío de la época en que fue escrito el ensayo.
Un repaso histórico de tipo comparativo con otras naciones del entorno puede hacer caer en el error de dar a entender que éstas carecieron en todo momento de semejantes tropiezos, desgastes y contradicciones. Ortega se fija exclusivamente en los éxitos y la gloria de las naciones extranjeras más potentes. Aunque no puede negarse que en España los hitos destacables fueron tan tempranos e inconsistentes que resulta axiomática su derrota si se compara con lo ocurrido durante la evolución política de otros pueblos.
Pero volvamos al aspecto más notable y acertado contenido en La España Invertebrada: la teoría del particularismo. A partir de la expresión nacionalista de este fenómeno disgregador, Ortega denuncia su preexistencia en todos los órdenes vivientes de la nación (recurriendo a sus tópicos), clase política, ejército, proletariado y cualquier otro gremio, profesión o sector industrial y empresarial. Puede apreciarse en todos ellos, y no sólo en aquellos que promueven la disgregación racial, cultural y nacionalista. La decadencia de la unidad española comenzó en aquel "no contar con el otro", que es igual a creerse dueño y señor del mando sobre lo común.
Centrémonos en la idea misma que nos ofrece este concepto de particularismo, aplicado a cualquier tendencia, artificial o espontánea, de agrupación singular dentro de fracciones integrantes de un todo que las precede. Quizá alguna de esas partes intente ser representada como anterior al todo, cuando en realidad la sustancia de lo que fue (si es que lo fue realmente) no podría equipararse de ese modo al rango que se descarta en la entidad atacada.
El nacionalismo periférico en España no pretende sólo erigirse como contrapoder particular frente al Poder central, sea éste absoluto o limitado, sino que busca además, desde la base social y cultural, construir un artefacto ideológico capaz de dominar las mentes individuales, homogeneizando voluntades en pos de un proyecto político que, en realidad, sirve únicamente a las expectativas e intereses de una suerte de aristocracia nacionalista que aspira a acaparar un nuevo y bien tramado dominio legitimado, esta vez, por ese sentimiento colectivo reforzado en lo particular.
Los nacionalismos son siempre particularistas, procedan éstos del ámbito de lo regional, o se acaben convirtiendo en ideología y religión secular de naciones agregadas e independientes, y, al mismo tiempo, fuertemente estatizadas. Mientras que el primer tipo de nacionalismo trata de quebrar una entidad más amplia frente a la que concentran su acción política, el segundo tipo pretende elevar su potencial a fin de ser partícipe dentro de un orden internacional ecuménico (sin que exista ningún espacio físico indómito en el que algún Estado, o concierto de Estados, ejerza su propia jurisdicción).
Cuando Mises habla de "nacionalismo liberal", lo hace desde una perspectiva histórica muy concreta, atribuyendo las bondades de la revolución liberal al movimiento disgregador que se enfrenta al absolutismo de ciertos poderes, artificiales o no, que establecieron su dominio sobre pueblos que eran, política, racial o culturalmente distintos. En principio, la unidad política, en determinados ámbitos, representa una ventaja para aquellos pueblos que sepan utilizarla como instrumento de integración social y económica. Sin embargo, la práctica de los gobiernos absolutos en imperios plurinacionales fue incapaz de contener las legítimas pretensiones nacionales promovidas y alimentadas por un espíritu que era en verdad liberal. Esto no ha sucedido en España. Las tendencias particularistas de corte nacionalista crecieron y se alimentaron a partir de una idea de decadencia que se corresponde, en cierto modo, con la realidad social, cultural, económica y política de ese conjunto nacional llamado España, pero en ningún caso porque España resulte asimilable a los Imperios Austro-Húngaro y Ruso, Yugoslavia o a cualquier ejemplo colonial que pueda plantearse.
El particularismo gremial, regional o municipal puede confundirse en diversas fases de su expresión e intensificación con la configuración de contrapoderes. Como se dijo en otro lugar, el contrapoder, en su cometido, debe limitar al poder frente al que se erige. El poder absoluto lucha por la homogenización, toma su fuerza de la masa agitada, deforme e idiotizada. El contrapoder sirve a la convivencia y es un instrumento para esa limitación de la tendencia fatal que conduce al poder centralizado al dominio irresistible del cuerpo social y cultural. No obstante, una excesiva tensión entre contrapoderes debilita su propia existencia, lo que sucede también cuando se establecen fuertes alianzas entre aquellos bajo el cometido de derrumbar la hegemonía del poder más amplio. Del resultado de esa tensión entre tales empujes (el de coordinar particularismos en contra del poder absoluto o común, y el esfuerzo de éste último en homogeneizar y atomizar el cuerpo social) nacerá un tipo efectivo de orden político.
Las sociedades de "Hombres libres" no surgen de la nada, ni resisten sin que confluyan todas estas expresiones políticas que pugnan entre la agregación, la extensión, la disgregación y el particularismo de cualquier clase. Pese a que todo particularismo debería tender a encontrar su propio contrapeso que lo convierta en inofensivo para la continuidad del orden político y social efectivo, existen ideologías, creencias y aspiraciones que son, ciertamente, peligrosas y fuente de una clase de disenso de consecuencias calamitosas para la convivencia y el sosiego público. No se trata de preferir naciones férreamente tramadas frente a aquellas naciones en cuyo seno conviven realidades dotadas de atributos diversos dentro del acervo común de valores, reglas e instituciones. Sino de defender la necesidad de que la tensión particularista no comprometa, en primer lugar, la primacía del individuo frente a los grupos en los que se integra, y en segundo lugar, la independencia de los poderes representativos comunes, electos o autoritarios, al margen de los límites políticos razonables nacidos del ineluctable juego de contrapoderes.
Quizá el particularismo perverso que denunció Ortega en España deba servirnos para desechar completamente la idea de que en su versión nacionalista periférica se trate de un legítimo movimiento libertador de pueblos oprimidos en términos colectivos (menos aún de las personas que los forman, en términos individuales). Pero es que además, en la medida que se pretenda que la Unión de los pueblos y naciones de Europa no sea un mero concierto entre sus Estados, los particularismos deberán, en primer lugar, filtrarse al teatro continental, incluso cuando su aspiración básica sea un interés localizado territorialmente (que será positivo para la libertad del individuo siempre que reconozca los fundamentos y los límites del consenso social dentro del que actúa). En segundo lugar, debe el individualismo primar sobre la aspiración colectiva y, en todo caso, dada la naturaleza plural de los caracteres nacionales que se pretenden soldar bajo una misma unidad política, sólo este factor occidental, claramente cosmopolita y liberal, proporcionará la sustancia que espontáneamente llegue a consolidar una futura nación europea.
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