Cuando uno defiende ideas a contrapelo del discurso dominante, sobre todo al llegar a cierta edad, acaba adquiriendo un grado quizás excesivo de escepticismo. Esa especie de conciencia de que tus ideas nunca van a triunfar, lejos de provocar frustración proporciona una gran tranquilidad de espíritu. Ya no luchas para cambiar el mundo; al contrario, te refugias en sus certezas intentando que el mundo no te cambie demasiado a ti.
Sin embargo, eso significa infravalorar la potencia espiritual de los principios que llevas defendiendo toda tu vida: la libertad del ser humano frente al poder del estado, lo individual frente a lo colectivo, el orden natural frente a la ingeniería social, el derecho a ordenar tu vida según tus propios principios y no bajo el dictado de la corriente contracultural del momento…
¿Las ideas liberales no van a triunfar jamás en nuestras sociedades? Bien, probablemente estemos equivocados; esté equivocado.
Estos primeros días de octubre, unos locos independientes hemos organizado en Murcia un ciclo de conferencias para explicar los principios filosóficos del liberalismo. La primera sorpresa ocurrió cuando a la conferencia inaugural (a las 18:30 de la tarde, en Murcia y con 37ºC de temperatura en los termómetros) asistieron en torno a cincuenta personas. En mis fantasías más delirantes esperaba justo la mitad, mientras rezaba para que al menos hubiera diez asistentes y la afrenta a mis invitados no fuera excesiva.
Mientras en esa conferencia inaugural el Maestro Huerta de Soto desgranaba sus argumentos como andanadas con munición de diamante, yo me daba cuenta de la extraordinaria potencia de nuestras ideas. No por brillantes, que también lo son cuando las exponen los genios, sino porque sencillamente son las únicas que explican la realidad de un modo satisfactorio. El ser humano tiende a la libertad, no a la esclavitud, a la autonomía individual, no al vasallaje de unos cuantos iluminados. Por eso, cuando la gente intelectualmente honesta escucha nuestro discurso, de pronto todas las piezas que la esquizofrenia posmoderna les había deformado comienzan a encajar una por una.
Tuvimos, además, el acierto involuntario de programar la conferencia de Gabriel Calzada inmediatamente a continuación de la del Maestro. La explosión nuclear provocada por el profesor Huerta de Soto había dejado flotando en la sala una metralla de ideas con las que nuestro presidente construyó el edificio sistemático de la filosofía de la libertad. Esas cincuenta personas salieron de allí con un arsenal analítico suficiente para azotar intelectualmente a cualquier socialdemócrata en una conversación de barra de bar. La capacidad de expansión de ese arsenal en forma de círculos concéntricos es, además, de proporciones geométricas, lo que refuerza mi tesis de que lo más efectivo no es intentar cambiar la mentalidad de los políticos (una guerra perdida de antemano) sino dar la batalla de las ideas entre la sociedad. En jerga tardomarxista, cambiar la estructura para que la superestructura acabe mutando en la dirección correcta.
Las dos últimas conferencias del ciclo, dictadas de forma también brillantísima por el profesor Jerónimo Molina ("La Europa antiliberal") y el columnista José Antonio Martínez-Abarca ("Las ideas liberales en los medios de comunicación") fueron el feliz colofón a unas jornadas intensas, cuyo provecho exacto probablemente no percibiremos hasta dentro de un tiempo.
A la salida de la última conferencia pregunté a un chaval que había asistido a todo el ciclo qué le habían parecido los cuatro conferenciantes. Inmediatamente me respondió exactamente lo mismo que otro joven al que hice también esa pregunta el día anterior: "Son mis héroes". Los míos también.
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