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El poder político contra la Iglesia

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El gran error que cometemos los cristianos es tener la ingenua creencia de que la Iglesia puede colaborar y cooperar con los poderes del Estado en la tarea de dar solución a los problemas sociales.

Ya señaló Hegel que el Estado era Dios sobre la Tierra. El filósofo alemán profesaba una platonizante admiración por el Estado, era un colectivista radical y poseía un estilo verdaderamente infumable, pero en su afirmación no podía estar más en lo cierto. Hoy más que nunca, la figura del Estado, cualquiera que sea el partido que gobierne, está deificada. Todo lo puede y todo lo debe solucionar. Esto es fomentado y aprovechado por el poder político, que sólo existe por y para sí mismo.

Si algo caracteriza al estado democrático actual es la hipertrofia legislativa y la mentalidad constructivista en las ciencias jurídicas. La ley se ha convertido en un medio para conseguir fines políticos. Así, la justicia consiste en la arbitraria estimación sobre la base de la impresión más o menos emotiva que produce el resultado final y concreto del proceso social al Gobierno de turno. De esta forma, el estado democrático se ha convertido en una institución moral. Se adueña de la moral y la legisla, es decir, elige los fines que deben perseguir los individuos y se los impone.

En su camino encuentra un gran obstáculo: aquellas organizaciones que ponen a disposición del individuo una visión del mundo, unas creencias, una forma de pensar, un modelo de vida y una moral. Entre ellas se encuentra la Iglesia y el cristianismo.

Y es entonces cuando se evidencia que los poderes políticos del Estado tienden a aplastar cualquier alternativa moral, ya sea amenazando a la Iglesia con cortar la financiación de los colegios concertados por su oposición a la asignatura de Educación para la Ciudadanía o incluso diciendo que la Iglesia "no respeta o ignora principios esenciales de la democracia" por oponerse públicamente a una determinada medida política.

De todas formas, haríamos mal en pensar que sólo los socialistas sienten un profundo desprecio hacia la Iglesia. Sería un tremendo error. González Pons, vicesecretario de Comunicación del Partido Popular, no dudó en recurrir al chantaje cuando hace una semana aconsejó a la Iglesia y a los obispos que no fuesen demasiado críticos con su partido porque "la Iglesia va a necesitar el apoyo del PP esta legislatura". Es bueno que este señor, que ya vemos que es cristiano cuando le conviene, nos haya revelado la verdadera naturaleza de los políticos: simples matones de barrio, no seres angelicales cuyo único fin en la vida es preocuparse de nuestro bienestar, nuestra autorrealización y nuestra felicidad.

Precisamente por este motivo la Iglesia debe abandonar la falsa ilusión de poder "colaborar" con el Estado, cualquiera que sea el partido que gobierne. La Iglesia debe privatizarse, es decir, rechazar y devolver el dinero que obtiene del Estado por poco que sea. No puede actuar como si de un grupo de presión se tratase (véase la SGAE o el cine español). Éstos intentan obtener, mediante favores oficiales, ganancias que nunca lograrían en un mercado competitivo. A cambio, deben prestar al poder político su apoyo incondicional. Estos grupos organizados necesitan de este tráfico de favores para sobrevivir.

La Iglesia no puede actuar con esta lógica porque su naturaleza es radicalmente distinta a la de estos grupos privilegiados. La clave está en lo que le pide el Estado a cambio de su limosna, que es básicamente que no proteste ante las imposiciones morales y el adoctrinamiento ideológico. Vamos, que le pide que renuncie a lo que es. Le pide su destrucción. Los grupos parasitarios viven gracias al Estado mientras que la Iglesia sobrevive a pesar del Estado, aunque parezca lo contrario.

La Iglesia debe autofinanciarse por completo. Ante esto surge la pregunta de si se lograría la suficiente financiación privada para mantener todas las actividades de la Iglesia. Pero esa pregunta es engañosa y no podemos contestarla hasta que la Iglesia se convierta en una institución totalmente independiente del poder, porque las relaciones actuales de los cristianos con nuestra Iglesia se encuentran distorsionadas.

Y es que los cristianos no conocemos las necesidades reales de nuestra Iglesia y, por lo tanto, no sabemos en qué medida debemos contribuir, hasta dónde debe llegar nuestro compromiso y nuestro esfuerzo. Tendemos a creer que lo que se obtiene del Estado es suficiente. Desconocemos si su estructura está sobredimensionada o no para el número de fieles actuales, pero lo que sí es cierto es que muchos cristianos despertarían y se preocuparían mucho más de mantener a la Iglesia que tanto les da y que tan importante es para ellos. Aparecerían iniciativas curiosas como Buigle, que quiere convertirse en página de inicio y motor de búsqueda de todos aquellos que sienten aprecio por las ideas y la labor cristiana y que dona íntegramente el dinero que genera  a la Iglesia Católica. Otra manera de defender lo que nos importa es apoyando las iniciativas de organizaciones como Hazte Oír, que ha ayudado a que empresas como Heineken, Ocaso, el Corte Inglés o Fujitsu hayan retirado la publicidad de programas que ofenden claramente a la Iglesia.

Además, la Iglesia debe rechazar los fondos que recibe del Estado porque hay que respetar el que haya gente que no se identifique con los valores cristianos y no quiera que su dinero se destine a proyectos cristianos.

En cualquier caso, la idea de este artículo es que los cristianos debemos de darnos cuenta de que el actual estado democrático del "bienestar" supone un continuo y progresivo avance en cuanto a la intervención y control de todos los aspectos de nuestra vida y, por tanto, también conlleva la destrucción de la Iglesia porque le pide que abandone sus creencias, le usurpa muchas de las funciones que tendría en una sociedad libre y pervierte las relaciones con sus fieles.

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