A solamente un partido del cierre del Mundial de Fútbol de Sudáfrica, una no puede sino dejarse apabullar por la cantidad de reacciones, unas esperadas y otras no tanto, en toda la población.
Por un lado, ha resurgido un espíritu nacional con olor a otros tiempos que ha puesto de manifiesto el desapego de las propuestas de los políticos de la realidad de la gente. ¿Cuántos habitantes de Cataluña no van a querer participar en otro mundial con la selección? Muy pocos. Mientras Jordi Pujol anima a la gente a participar masivamente en la manifestación de protesta por la sentencia del Tribunal Constitucional, la gente se lanza a la calle para celebrar el gol español frente a Alemania del catalán Puyol. Curiosa coincidencia.
Los ciudadanos de a pie, hastiados de declaraciones de unos y de otros, abominan ante cualquier comentario de los políticos que se salga del “sólo fútbol”. La gente normal, que lo único que quiere es que le dejen disfrutar al menos de una actividad en la que no nos va mal, incluso si quedamos segundos frente a Holanda, va a su trabajo o a la oficina del INEM con otro ánimo. Hasta Zapatero ¡cómo no! trata de arrimar el ascua a su sardina y bromea sin gracia acerca del “diferencial” con Alemania. Un comentario de muy mal gusto si tenemos en cuenta la responsabilidad de su mala gestión en nuestro panorama económico.
Como siempre, surgen diferencias porque para gustos, los colores, y como muestra están los seguidores de la Roja que ponen intención izquierdosa en el rojo, los que destacan que solamente ganamos si la selección viste de azul… pero ahí estamos todos persiguiendo un único fin: olvidar la realidad y pensar que “podemos” hacer algo juntos.
Lamentablemente el “día de después”, que encima cae en lunes, volverá la manifestación de los separatistas catalanes y la presión del FMI, que ha rebajado las previsiones de crecimiento de nuestra economía mientras estábamos pendientes de Iker Casillas. Volverá la incapacidad del Gobierno de gobernar en equipo, la incapacidad de la oposición de hacer lo que se espera de ella: frenar la barbarie gubernamental en vez de llevarse las manos a la cabeza cuando ya ha sucedido lo que deberían haber evitado.
Pero un análisis un poco más crítico nos lleva a una triste conclusión. A los españoles nos apasiona sentarnos a mirar cómo lo hacen quienes supuestamente nos representan. Nos encanta criticarles, aplaudirles, animarles y quemar las calles de nuestras ciudades cuando salen victoriosos… ellos. Cuando ese grupo de hombres, que ha entrenado y se ha esforzado, y que va a cobrar una prima casi obscena, sale al campo y gana. No nos representan realmente. Yo no he participado en su esfuerzo, ni siquiera he decidido quién sale o no. Solamente enciendo la televisión y grito o no, a favor o en contra. Me pinto la cara, molesto a los vecinos con las trompetillas, me dejo llevar y aprovecho para correrme una juerguecilla con los amigotes.
Pero si hay que mover un dedo… ¡ay! Entonces nos invade el desaliento, incluso si se trata de protestar porque el Gobierno sube los impuestos y no deja de despilfarrar nuestro dinero, porque hay casi cinco millones de parados y los sindicatos se lo llevan calentito… Aguantamos lo que sea. Eso sí, si alguien osa declararse en huelga futbolística recibe una tonelada de miradas reprobatorias como si una viniera de Marte (o peor).
Con el fin del Mundial, llegan casi las vacaciones de verano. Para algunos será la antesala del paro otoñal. Para otros, un narcótico antes de emprender la subida al Everest del mes de la vuelta al colegio y al trabajo siendo mucho más pobres que antes. La ocupación hotelera será buena, las cifras económicas nos darán un descansito, y seremos campeones o subcampeones del mundo, ni más ni menos.
Pero ello no arreglará el diferencial de nuestra deuda soberana, seguiremos colocándola a un precio altísimo. Ni dará trabajo a los parados. Ni ayudará a que quien no hizo nada cuando pudo para evitar que la crisis nos diera tan de lleno, salga de la poltrona presidencial. Ni inyectará sentido común a la oposición para que barra la corrupción de sus patios, para que sea una oposición real. Ni bajará de la parra a los sindicatos que obstaculizan la reforma laboral necesaria con sus convenios colectivos, hablando en nombre de los trabajadores pero financiados por el dinero de todos.
Y si de algo debería servir el descanso estival es de período de reflexión, no para decidir cuál va a ser el futuro del pulpo Paul, que adivina sin fallo quién ganará el partido, sino para tomar las riendas de nuestro propio futuro y ponernos manos a la obra.
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