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El sufrimiento como coartada

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Siniestros terribles como el accidente del avión de Spanair en el aeropuerto de Barajas del pasado 20 de agosto despiertan reacciones que van de la natural conmoción a otras más injustificables. Aun partiendo de su naturaleza casual –una conclusión provisional mientras no se esclarezcan las causas– hemos podido comprobar como la mayoría de los medios de comunicación han aprovechado la ocasión para alimentar los numerosos prejuicios y supersticiones contra el capitalismo que se hallan desperdigados en el subconsciente de muchos individuos.

Según una de las insinuaciones vertidas con más éxito, los problemas económicos de la compañía aérea explicarían que hubiera descuidado el mantenimiento o la sustitución del aparato siniestrado. O dicho de otro modo, como la mayoría de las aerolíneas tienen como principal incentivo para transportar pasajeros la obtención de beneficios, pudiera ser que la compañía redujera deliberadamente el coste de sus controles de seguridad para conseguir ese objetivo. Pues bien, incluso si se confirmase una especulación tan gratuita, no podría deducirse que las empresas que se dedican a una actividad conspiran para liquidar la fuente de sus ingresos.

Aparte de la ligereza de los medios de comunicación, se ha repetido una práctica que me causa cada vez más estupor. Se trata de una de las medidas que, de un tiempo a esta parte, los gobiernos u organizaciones satélites adoptan cuando ocurre una tragedia de estas características y que consiste en el envío de un contingente de psicólogos para "ayudar" a los familiares de las víctimas que se acercan al tanatorio, sin que, para empezar, medie una petición de estas personas en ese sentido.

Subyacen, creo, cuestiones muy trascendentes bajo ese aparente gesto de dadivosidad. Por un lado, la idea utópica de que todo sufrimiento subjetivo puede y debe ser suprimido como algo patológico y, por otro, la obscenidad de aprovechar los momentos de máxima pena y sufrimiento de los individuos para intentar moldear sus sentimientos, con la ayuda de los estudiosos –y, por lo tanto, potenciales manipuladores– de la mente humana.

Hasta hace poco la simple ocurrencia de un despliegue de ese tenor hubiera sido tachada de ridícula unánimemente. La intimidad de los familiares en ese trance únicamente se veía alterada por la frecuente destemplanza con la que el personal de los masificados hospitales públicos les comunicaba la noticia fatal de la muerte de una persona allegada. Pero pretender forzar una ayuda emocional no solicitada escapaba de la imaginación del más pintado de los servidores del Estado.

Difuminado de forma general el relativo consuelo que en estas ocasiones las religiones prestaban con la esperanza del reencuentro ultraterrenal con los seres queridos, ahora el nuevo culto oficial del Estado encomienda a sus agentes una especie de cura psicológica rápida de los familiares por la pérdida del ser querido, aparte del ofrecimiento de información que antes asumía el personal administrativo de los tanatorios. Los avances científicos en el campo de la psicología, que han llegado en paralelo a la intromisión en los más íntimos detalles de la vida por parte de los gobernantes, se quieren utilizar para imponer una suerte de felicidad oficial. De ahí a la obligatoria dosis de "soma" del Brave new world (Un mundo feliz) para superar un desagradable bajón emocional solo media un paso.

Desconozco cuáles son las reacciones de las personas a las que se ofrece un psicólogo o una "asistencia psicosocial" en esas circunstancias. El propio impacto de la muerte de un ser irrepetible sobre sus personas cercanas dista mucho de ser uniforme. Ahora y siempre. El amor, el afecto y los sentimientos hacia otras personas varían del mismo modo que sus manifestaciones. Pero aceptar resignadamente que "traten" a un individuo por el desgarro que le puede producir la muerte de un ser querido supone una invasión de su intimidad que invita a ulteriores atropellos de su dignidad como ser humano. Que no nos digan desde el Estado cómo tenemos que reaccionar en tales circunstancias. Que no nos priven de nuestra naturaleza humana para sentir de la manera que queramos.

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