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El voto a un partido libertario

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Tres millones de votos es lo que separa el apoyo popular a Barack Obama al que ha recabado Mitt Romney. Poco más de un millón de votos, apenas el uno por ciento del total, es lo que ha logrado reunir Gary Johnson. Puede parecer un magro resultado, y sin duda lo es. Pero es más del doble que lo que logró reunir Bob Barr hace cuatro años, son más votos que los que nunca haya recibido un candidato libertario, y el porcentaje de apoyo queda sólo por debajo de Ed Clark en 1980. Y sin embargo es difícil no considerarlo decepcionante.

Bien, nadie pensaba que Johnson fuera a disputarle la presidencia a Obama y Romney. Aunque eso no quiere decir que no pueda haber una parte de la sociedad importante, aunque no mayoritaria, que se sentiría cómoda votando libertario. Echando la vista hacia atrás, Ross Perot logró en 1996 más de 8 millones de votos, el 8,4 por ciento del voto. Y en 1992 obtuvo 19,7 millones de votos, que suponían poco menos del 19 por ciento del total. Perot no era un candidato libertario, claro está. Pero una parte de sus mensajes sí lo eran, y es fácil pensar que una proporción mayor que el millón podría haber ido al partido libertario con un mensaje o un candidato mejores. En 1984, Reagan concitó el apoyo de casi el 59 por ciento del voto, y de nuevo es difícil pensar que una parte de ese voto no mostraría sus simpatías por un candidato libertario.

Pero en todas esas elecciones había candidatos libertarios y no concitaron todo el apoyo potencial que podrían haber ganado. ¿Por qué? Porque parte de la relevancia del voto es su utilidad. Y un voto al partido libertario no iba a granjearle votos electorales (los que otorgan la presidencia) y, en cierto sentido, son votos perdidos. Hay un contraargumento a esta consideración. David Friedman lo expone así: Tiene sentido votar a un tercer partido en ciertos Estados, no a pesar de que no tenga posibilidades de cambiar el resultado, sino precisamente por eso. Y pone el ejemplo de California, donde la ventaja de los demócratas es abrumadora y votar al partido republicano no resulta tan útil. Lo mismo vale para aquellos Estados en los que haya una clara mayoría republicana y una parte del voto demócrata o independiente podría ver atractivo un candidato libertario. Y privado de la utilidad en la elección del presidente, el voto puede tener otra utilidad: la expresión de una posición contraria al estatismo y favorable a la libertad. La estrategia de Gary Johnson se basaba en el objetivo de lograr el 5 por ciento del voto nacional, lo que le conferiría al partido ventajas electorales posteriores y, cabe pensar, mayor presencia en los medios.

Pero hay otra estrategia opuesta, pero complementaria. Consiste en ir a la caza de lo pequeño, de algún que otro ayuntamiento en el que se puedan poner en marcha los programas libertarios, para mostrar sus efectos y ganar con ello un apoyo social más amplio. Es una estrategia razonable, aunque un poco ilusoria, porque el comportamiento electoral no es tan racional.

A veces, aunque queda fuera del planteamiento de este artículo, lo más efectivo es que triunfen las tesis libertarias en un partido mayoritario, lo que en este momento histórico sólo podría darse en el partido republicano.

¿Y en el caso de España? Contamos con una organización libertaria, el Partido de la Libertad Individual. Cualquiera de las dos estrategias válidas en el caso de los Estados Unidos no tiene mucho sentido en España. Aquí no se lo lleva todo el ganador, sino que las listas de los partidos se cortan en uno u otro punto en función de los restos, y un puñado de votos pueden decidir que uno de los diputados sea de un partido u otro. Y la capacidad de maniobra de un alcalde, con la maraña legislativa que condiciona su actuación, es más escasa en nuestro país. Por desgracia, con la posible excepción de la Comunidad de Madrid y con enormes reservas, no podemos confiar en que el gran partido de centro derecha, el Partido Popular, vaya a ser libertario, o acaso liberal, en algún sentido.

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