En los últimos meses, con el aguzamiento de la crisis económica, se están rescatando sugerencias que hacía varias décadas que se encontraban enterradas. No resulta extraño encontrar cómo existen periodistas y políticos que piden a los bancos centrales que relajen su rigor monetario para así elevar el consumo, incrementando la inflación, lo que redundaría en una disminución de la tasa de desempleo. Dicho de otra manera, se estaría intentando rescatar la idea subyacente en la denominada curva de Phillips.
Durante muchos años se había creído que la abundancia de dinero estimulaba el consumo de los ciudadanos de un país, lo que a su vez aumentaba las necesidades tanto de inversión como laborales del mismo, a fin de dar respuesta a dicho aumento de la demanda. Es decir, que existía una relación inversa entre tasa de desempleo e inflación.
Si todo fuese tan simple y la solución al desempleo tan sencilla, resulta extraño que a los gobiernos no se les haya ocurrido elevar fuertemente la cantidad de billetes en circulación en el mercado, eliminando así la tragedia del desempleo. La razón por la que no lo han hecho es que en los años 70 se pudo comprobar cómo esta relación no era cierta, al surgir un fenómeno que según la curva de Phillips era impensable: la estanflación. En esos años la inflación fue elevada sin que la tasa de desempleo descendiese. Hoy en día esta situación es especialmente dramática en Zimbabwe, con una tasa de inflación estimada del 165.000% y una tasa de desempleo del 94%, siendo la constatación más palpable de que la relación descrita por la curva no puede ser cierta.
Para entender la relación entre empleo e inflación hay que primero comprender el funcionamiento de una empresa. Ésta proporciona a los consumidores los bienes que demandan al precio que exigen. Al consumidor le resultan indiferentes los costes en que incurra la empresa a la hora de obtener un producto, ya que tiene una idea mental de cuál es el valor máximo que tiene ese bien, sin que en dicho cálculo entren a formar parte los balances y las cuentas de pérdidas y ganancias del oferente. Es, por tanto, el productor quien debe ajustar sus costes al precio máximo que el consumidor está dispuesto a pagar, o de lo contrario quebrará. El precio máximo que se podrá pagar al trabajador será el importe cobrado por la producción menos el resto de costes en que incurra la empresa. Por encima de dicho precio la empresa quebrará. Para aumentar la retribución sería necesario que la productividad aumentase, lo que es posible mediante la realización de nuevas inversiones (en maquinaria, formación, etc.).
Si aumentase la cantidad de dinero en circulación en el entorno de dicha empresa, al principio, recibiría un mayor número de pedidos al haberse incrementado la renta de sus potenciales compradores y a un mayor precio. Esto le podría llevar a necesitar un mayor número de trabajadores. A priori parecería que todos son ventajas para empresa y trabajadores. Sin embargo al aumentar el dinero en circulación y envilecerse la moneda, los trabajadores de la empresa se estarían empobreciendo de dos formas. De un lado el salario que reciben, aunque nominalmente sea el mismo, les sirve para adquirir menos bienes, al haberse depreciado la moneda. Por otro lado, los ahorros de los trabajadores han sufrido una merma, al padecer también el mismo proceso de envilecimiento.
Esta situación de empobrecimiento por parte de los trabajadores les llevaría a solicitar subidas de salario que anulen los efectos perjudiciales de la inflación. Si fuesen atendidas, puesto que su salario no podría ser mayor a su productividad marginal, el anterior aumento de plantilla no podría producirse, por lo que en un segundo momento bajaría el número de trabajadores contratados por la empresa. No obstante aunque se hubiesen recuperado los trabajadores del envilecimiento de su salario, no sucedería lo mismo con sus ahorros, que se habrían depreciado. Y el aumento inicial de empleo habría desaparecido.
Otro efecto perjudicial, de esta política de abundancia del dinero barato, es la dificultad existente para evaluar la rentabilidad de los proyectos de inversión. Así, una empresa animada por el aumento de la demanda inicial, que se produce por la abundancia de dinero barato, podría evaluar la rentabilidad de un proyecto de inversión y acometerlo. No obstante, esta demanda adicional, pasada la euforia inicial, desaparece, tan pronto los consumidores se adaptan al escenario inflacionista, con lo que la empresa se encuentra con el coste de dicha inversión sin una demanda que la respalde. Por tanto dichos costes adicionales reducen la cantidad máxima que la empresa puede pagar a sus trabajadores sin incurrir en quiebra.
Por tanto, un aumento de inflación únicamente puede traer consigo un aumento inicial de empleo empobreciendo salarios y ahorros. Conforme avance el tiempo, las malas inversiones que ha provocado la abundancia de dinero barato y la consiguiente inflación, traerá un escenario de quiebras y crisis que provocará el efecto contrario, es decir, aumentando el desempleo.
La mejor protección que pueden recibir los trabajadores es la confianza en el valor de su moneda, algo que no puede producirse si ésta se envilece y pierde valor. Esta seguridad servirá como base para el ahorro que a su vez incrementará la acumulación de capital necesaria para que aumente por un lado la productividad, y en consecuencia los futuros salarios de los trabajadores y, por otro, el empleo.
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