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En defensa de la tauromaquia

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Las comparecencias que se están sucediendo en el Parlamento de Cataluña con motivo de la tramitación de la proposición de modificación de la Ley autonómica de protección de los animales, cuyo objetivo declarado consiste en la prohibición de los espectáculos taurinos en el antiguo principado, han concitado un interés unánime, tanto entre los aficionados como los detractores de la tauromaquia.

Al leer el título de la propuesta, un observador ajeno al debate político español podría suponer que la cuestión radica solo en decidir si un poder legislativo puede aprobar una ley para prohibir esas fiestas que giran en torno a los toros bravos, so capa del trato cruel que se dispensa a esos animales. Si se limitara a esos términos, cabría objetar la desproporción de una medida de ese tipo, por muy intolerable que parezca la celebración de los espectáculos taurinos para la sensibilidad de algunos. Si se admite la posibilidad de que los animales formen parte del sustento de nuestra especie humana (aunque quepa optar, ciertamente, por la dieta vegetariana) y de que los hombres pueden poseerlos como dueños, la justificación de la prohibición legal con el argumento de impedir que se trate cruelmente a los toros bravos queda empequeñecida. Es más, en el caso de la lidia, palidece ante la lucha a muerte ritual que entabla el torero con esa bestia de indudable belleza.

Sin embargo, a nadie se le escapa que los promotores de esa iniciativa legislativa pretenden, asimismo, moldear el imaginario colectivo de los catalanes, continuando, en este sentido, el camino emprendido por el gobierno de Jordi Pujol Soley, quién ya en 1988 consiguió que ese mismo Parlamento aprobase una ley de protección de los animales que prohibió la construcción de nuevas plazas de toros en Cataluña. Desde un principio, la ocupación del poder por parte de los políticos nacionalistas se ancló en la voladura, con muy notable cuidado, de los lazos afectivos y culturales que los catalanes comparten a grandes rasgos con el resto de los españoles. Tal empeño contiene falsificaciones históricas bastante evidentes. A la lista de toreros catalanes a lo largo de la historia y la popularidad de las corridas de toros en grandes urbes como Barcelona pueden añadirse otras muestras como la raigambre de los correbous en las tierras catalanas del Ebro (conocidos también como encierros de toros embolados).

Precisamente, en una doble finta para proclamarse los protectores de estas fiestas tradicionales en Tarragona y ocultar la relación de los correbous con los encierros y el resto de manifestaciones de veneración ancestral por los toros bravos, característica común de estos espectáculos en España, los diputados de Convergencia propusieron en diciembre de 2009 una ley que, regulando hasta los minutos que los toros pueden permanecer embolados, trata de eximir a esta variedad taurina de la prohibición que viene.

Tampoco puede ser casual que, aparte de España y la América hispana, la tradición del toreo perdure en la región francesa del Languedoc-Rosellón, fronteriza con Cataluña. Uno de los más sobresalientes toreros actuales, Sebastian Castella, procede de Béziers, una ciudad de esa región que se ha mostrado tan receptiva a las influencias taurinas. Como se sabe, Felipe IV cedió a Luís XIV el condado del Rosellón mediante el Tratado de los Pirineos en 1659 (art. 42) justificando que estos montes sirvieran de frontera entre los dos reinos, dado “que habían dividido antiguamente las Galias de las Españas”.

Sería miope, aun con todo, reducir las motivaciones de los promotores de esta iniciativa legislativa popular a la alucinación identitaria del nacionalismo catalán pues, simultáneamente, sus postulados están llamados a una aplicación universal. Es cierto que dicen impulsar el desarrollo de la competencia exclusiva de la Generalidad sobre “la sanidad vegetal y animal cuando no tenga efectos sobre la salud humana y la protección de los animales” establecida en el artículo 116.1 d) del nuevo Estatuto de autonomía de Cataluña, el cual todavía se halla pendiente de la resolución de los recursos de inconstitucionalidad entablados hace más de 3 años contra la mayor parte de su contenido.

Pero las ideas que subyacen en la cosmovisión de la comisión promotora, al parecer formada por gente afín al gobierno tripartito, no se limitan a recomendar un buen trato a los animales por parte de sus dueños (que, evidentemente, solo pueden ser humanos) o, incluso, proscribir su maltrato gratuito, como se acostumbra a regular en las muy sensibles legislaciones occidentales de protección de animales. En la exposición de motivos de esa proposición de ley se leen aseveraciones que hace tan solo treinta años habrían levantado unánimes recomendaciones de examen psiquiátrico de sus promotores en los países del llamado mundo libre, o les habrían enviado a los manicomios reservados para los disidentes, en los países del socialismo real, a no ser que la nomenclatura considerase provechoso explotar políticamente esos desvaríos.

Estos sumos sacerdotes del culto a una naturaleza idealizada se erigen en intérpretes de lo que sienten y piensan tanto los hombres como los seres vivos otrora llamados irracionales. Así, proclaman que se ha producido un “cambio en la relación de los seres humanos y el resto de los animales, que, partiendo de una visión absolutamente antropocéntrica que equiparaba a los animales con los objetos, ha desembocado en la visión -apoyada entre otros motivos en hallazgos científicos como la proximidad genética entre especies- de que, al fin y al cabo, todos los animales son el resultado de procesos evolutivos paralelos”. “El toro bravo es un mamífero con un sistema nervioso muy próximo al de la especie humana, lo cual significa que comparten muchos aspectos de nuestro sistema neurológico y emotivo”.

Curiosamente, esas místicas asimilaciones entre seres humanos y astados coinciden con una constatable pérdida de interés por la fiesta de los toros entre grandes masas de españoles, al menos en comparación con lo que ocurría en tiempos pasados. Antes al contrario, los gustos de una sociedad plural como la española han evolucionado por derroteros lejanos a la uniformidad. Los argumentos de los supuestos defensores de los animales han calado en sectores muy amplios de la población, al igual que ha sucedido con deportes como la caza, pero, probablemente, no hayan sido la única causa de ese desapego mayoritario.

Esa situación coexiste con el interés que suscitan fiestas emblemáticas como los encierros de Pamplona y los tradicionales festivales de muchos pueblos españoles, donde el elemento taurino constituye uno de sus principales hitos, en cuanto que no suponen ya una de las referencias estacionales de una sociedad mayoritariamente agrícola. La renovación del toreo, no obstante, se produce continuamente con la aparición de nuevas figuras y la adopción de nuevos hábitos. Piénsese en la enorme trascendencia que tuvo la introducción del peto protector de los caballos de los picadores frente a las embestidas de los toros. Tal vez sería más dinámica si no estuviera sometido a una intervención pública tan asfixiante y uniformadora, que se presenta como el reverso de las dispendiosas subvenciones públicas que reciben los empresarios -con no pocos retrasos- de los miles de ayuntamientos que contratan espectáculos taurinos. Puede que el futuro pase por una profundización del potencial que albergan esas inmensas dehesas donde pastan los toros bravos, si además de tentaderos para celebrar capeas se permitiera la celebración de auténticos espectáculos taurinos abiertos al público.

En conclusión, desde una perspectiva que no puede ser sino antropocéntrica y defensora de un orden de libertad, esperemos que, puesto que no están obligados a ser entusiastas aficionados, los diputados del parlamento catalán acepten la pluralidad de las personas que viven en Cataluña, incluidas aquéllas que lo disfrutan y que, al final, rechacen la prohibición de la tauromaquia y los espectáculos taurinos.

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