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Energía nuclear, política energética y empresas

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La energía nuclear ha sido protagonista durante los últimos meses. La decisión de José Luis Rodríguez Zapatero de cerrar la central nuclear de Santa María de Garoña, prevista para 2013, y la más reciente de agilizar la ubicación de un Almacén Temporal Centralizado (ATC) para residuos radiactivos, han provocado una riada de declaraciones y acciones de grupos pro y anti nucleares, además de los propios implicados.

Pero, independientemente de quién posee la razón o quién la verdad, si es que razón y verdad se pueden aplicar en este caso, la polémica ha demostrado que no existe un mercado energético en España, sino una política dirigida desde el poder político, con las grandes empresas energéticas españolas como cómplices activos.

Resulta difícil desagregar la energía nuclear del resto de la política energética. Al fin y al cabo, las empresas que, por ejemplo, tienen intereses en las energías alternativas son las mismas que son dueñas y accionistas de los conglomerados que gestionan las centrales nucleares. Por poner algunos ejemplos, Nuclenor, la empresa gestora de la central nuclear Santa María de Garoña y de una participación de la de Trillo, está participada por Endesa e Iberdrola. Ambas empresas también tienen intereses en Vandellós y Ascó, y la última, en Cofrentes.

Además, las dos, en especial Iberdrola, tienen intereses en las energías renovables (ha creado una filial exclusiva para ello). Y esto por sí sólo no tendría que ser un problema en un mercado libre, pero sí en un sistema energético intervenido, donde se priman las energías alternativas y se castigan o se entorpecen al resto. Los modelos de negocio de las empresas se articulan pues en función de intereses políticos, nacionales, comunitarios e internacionales, que son los que marcan las políticas energéticas.

La Ley de del Sector Eléctrico de 1997 suponía en teoría una ligera desregulación del sistema energético español y así es como se vendió por el entonces gobierno español del Partido Popular. Nada más lejos de la realidad, el sistema posee demasiada inercia para que pequeñas liberalizaciones supongan grandes cambios. Es cierto que, hoy por hoy, el consumidor puede elegir un distribuidor, pero en la práctica apenas han cambiado los monopolios regionales que ya existían, fruto del intervencionismo energético. Existe un mercado libre (OMEL), pero el precio regulado es el que se aplica mayoritariamente, una tarifa que cada seis meses estima el Ministerio y que, además, sigue incrementándose pese a la crisis económica.

En cuanto a la energía nuclear, la ley permite la construcción de este tipo de centrales y da por terminada la moratoria nuclear, pero en la práctica se necesita una autorización administrativa y ésta es, en última instancia, decisión del Consejo de Ministros y, en la práctica, del capricho del Presidente de Gobierno. Es en este contexto en el que tenemos que colocar la polémica nuclear en España.

Hoy por hoy, la política energética del Gobierno está basada en directrices claramente intervencionistas: la diversificación de fuentes, la eficiencia energética y el cuidado del medioambiente. En la primera, a través de ayudas públicas, se pretende conseguir un sistema donde todos los tipos de generación estén presentes, independientemente de su coste y eficacia. El segundo concepto es confuso, pues mezcla un menor uso de la energía, promovido desde la iniciativa pública, con una aparente disminución del intervencionismo. El tercero responde a criterios medioambientalistas de los lobbies ecologistas que, más allá de si son o no adecuados, realistas o falsos, suponen un modelo de ingeniería social basado en la primacía de la naturaleza sobre el hombre.

Los productores de energía nuclear, e incluso sus valedores, se mueven mayoritariamente en este ámbito público. Su defensa se centra en el menor daño que hace al medioambiente (pues sólo emite CO2 en el proceso de construcción y desmantelamiento de las instalaciones y sus residuos son mucho más controlables que los de otras energías) y en la estabilidad y la garantía del suministro (hecho que, si bien hoy por hoy es cierto, podría verse alterado por muchos factores geoestratégicos de los países productores).

Nadie se plantea una verdadera liberalización del mercado, sino que la pieza del puzzle encaje mejor en el modelo existente. Nadie se plantea que las diferentes maneras de obtener energía pueden tener perfectamente su nicho de mercado sin que sean excluyentes. Nadie se plantea que mientras se ayudan o castigan desde las políticas públicas las diferentes fuentes energéticas, las tecnologías que podrían solucionar los problemas derivados de su utilización, o que podrían hacer más eficientes ciertos procesos, no se investigan, y se hace rentable y válido algo que, dadas las circunstancias, hoy no lo es. Mientras nada de esto cambie, la energía nuclear sólo será una marioneta más en manos de un poder político cada vez más fuerte y unas empresas cómplices incapaces de labrarse su propio camino.

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