“¡Van a lo suyo!”. “¡No tienen ni idea de lo que necesitamos!”. Las crisis económicas, las políticas e institucionales suelen ser las elegidas por los sufridos ciudadanos españoles para expresar así, o con epítetos menos educados, su descontento con la clase política a la que consideran lejana a sus verdaderos intereses. Sin embargo, las normas, leyes y políticas generales que hoy salen de los parlamentos, diputaciones y ayuntamientos intentan organizar la sociedad y favorecer la convivencia, por lo que para otros muchos esta lejanía no es tal, sino cierta incapacidad propia para captar lo que es bueno para nosotros.
Buscar ejemplos de cómo un político se aleja de los ciudadanos no es imposible. La primera pregunta sería de dónde sacan que ciertas políticas públicas son relevantes, necesarias e imprescindibles. En otros países, los diputados tienen la obligación periódica (legal o moral) de reunirse con algunos de sus votantes y oír sus quejas y peticiones. Aunque podamos dudar de la eficacia de esta medida (la información sería incompleta, obsoleta y subjetiva, como poco), en España, esta situación es más utópica que otra cosa. Puede que a nivel local y en pequeñas poblaciones se pueda dar algún tipo de diálogo, pero en las grandes ciudades y, sobre todo, en las Comunidades Autónomas y en el Estado central, estos contactos son inexistentes. El resultado es un programa electoral, una especie de contrato social, lleno de una mezcla de ideología, subterráneos intereses de partido y mucha demagogia, que puede cumplirse en alguna de sus partes, o no.
Los procesos de mercado, los precios, las ofertas y las demandas nos ofrecen una serie de datos que permiten a los ciudadanos organizar sus recursos en función de sus intereses más inmediatos, o de los más lejanos, pero el político no tiene mucho más que su voluntad, interés y programa político, si las circunstancias no cambian, para decidir qué hacer, cómo y en beneficio de quién. La arrogancia de saber lo que nos conviene es en el fondo desprecio.
¿Son útiles leyes como las que obligan a rotular los carteles de los comercios catalanes en catalán, las que obligan a no fumar en lugares privados, pero de acceso público, o los que ordenan qué tipos de alimentos se deben dar a los escolares? El Estatuto catalán, el madrileño o del resto de las Comunidades Autónomas, ¿son tan necesarios que las autonomías entrarían en el caos y la violencia si no existieran? No digo que no estén justificados por argumentos como la salud pública o la necesidad de una legislación marco, pero ¿importan tanto como para dilapidar cientos de millones de los sufridos contribuyentes? El incremento de la presión fiscal –la mano en el bolsillo ajeno– es otra manera de lejanía, incluso de desprecio, al obtener de manera indiscriminada recursos que no son suyos.
El descaro con el que los políticos españoles pasan de puntillas por los casos de corrupción sin que la palabra dimisión pase siquiera por sus intervencionistas cerebros es otro ejemplo de cómo se muestra esta lejanía, este desprecio. En los países anglosajones, la moral privada y la pública están más estrechamente ligadas que en España y lo que algunos llaman asuntos de bragueta puede llegar a provocar dimisiones sorprendentes o ceses fulminantes. Lo que se juzga en este caso no es la moral sexual del político, sino su capacidad para engañar. Si se dedican a hacer esto con su familia, qué no podrán hacer cuando gestionan los miles de millones que se presupuestan. La potencialidad es peligrosa y no se estima un político potencialmente corrupto. En España, ni los más importantes casos de corrupción provocan demasiados ceses y dimisiones. Apenas hay casos de corrupción policial o judicial. Cuando los hay, es posible que vuelvan al partido o institución y sólo por decisión judicial, se abandona la gestión pública. Es posible que los inmuebles que ha obtenido el actual presidente del Congreso, José Bono, hayan sido en condiciones legales, pero la mera sospecha, el hecho de que los precios pagados puedan estar muy por debajo de los de mercado provocaría en otros casos una dimisión inmediata.
Así pues, esta lejanía se muestra sobre todo en las actitudes, pero en algunos casos también en las aptitudes. Sería de esperar que si un cargo va a tener la capacidad de tomar decisiones que afectan a millones de personas, éste tenga un mínimo de preparación tanto académica como de gestión real, es decir, alguien que haya desarrollado su carrera profesional en instituciones donde hubiera tenido deberes parecidos. En la lista de ministros que hasta la fecha ha habido en el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, se muestran algunos que no han acabado la carrera universitaria, otros que no han tenido mucho más que cargos políticos dentro del partido desde que se hicieron mayores de edad y, en general, personas que rezuman ideología y pretenden ser ingenieros sociales a través de normas y leyes que caen sin criterio sobre los ciudadanos. Lejanía y desprecio tanto de quien los nombra como de quien se presta para el puesto.
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