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¿Es el tamaño de nuestro culo un asunto del gobierno?

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La Ministra de Sanidad ha tenido la ocurrencia de amenazar a los restaurantes de comida rápida por los productos, a su juicio poco saludables, que expenden a la clientela. Es una forma como cualquier otra de sublimar su frustración por no haberse convertido en la jerifalta de la Organización Mundial de la Salud. Pero el problema no es que una émula de la señorita Rottenmaier la emprenda desde su posición política contra una empresa privada, sino la aprobación casi general que este tipo de medidas suscitan entre la gente.

Ayer mismo comentábamos el asunto en una reunión de amigos, todos con hijos en edad de McMenú, y las opiniones reflejaban la práctica unanimidad (yo siempre tocando las narices) en que los restaurantes de este tipo de comida "basura" deberían estar prohibidos. Se daba la feliz circunstancia de que una de las más furibundas censoras del McDonald’s y el Burger King es una fanática de los salazones, producto típico de las zonas costeras que en Murcia tiene mucho éxito gastronómico. Pues bien, en términos de salud, resulta que los alimentos salados son tan peligrosos o más que los que tienen excesivo colesterol. Ante mi propuesta de que se cerraran también todas las fábricas de salazones, en aras de nuestra salud cardiovascular, la respuesta inocente de la aludida fue: "hombre, no es lo mismo". Claro que no es lo mismo, porque a ella no le gustan las hamburguesas pero se pirra por el bonito, los encurtidos y la mojama.

La cuestión es: ¿quién puede atribuirse la facultad de dictar a los demás como deben conducir su dieta? En el tema de los restaurantes de comida rápida, se utiliza también el señuelo de los niños para estimular el celo censor de la "superioridad". Se supone que como son niños, no tienen capacidad para decidir sobre sus gustos alimenticios. Bien, ocurre que para eso están los papás, a menos que les supongamos también insuficiente capacidad mental para decidir qué y qué no deben comer sus criaturas.

Mis hijos no van a los McDonald’s, entre otras cosas porque su madre, enfermera nutricionista, prefiere darles otro tipo de meriendas. Jamás nos hemos sentido coaccionados por la existencia de estas empresas ni por el hecho de que sus amigos frecuenten este tipo de restaurantes. Cada cual elige su forma de vida y nada ni nadie debería prohibirle esa conducta, siempre que con ella no lesione derechos de terceros.

Lo que subyace en esta aquiescencia paterna hacia las medidas inquisitoriales de los políticos en materia de salud infantil, es su incapacidad vocacional para decidir por sí mismos cómo educar a sus hijos. En efecto, si no hay restaurantes de comida rápida se evitan decirle al niño que en lugar de hamburguesas con ketchup tiene que merendar un pepito de ternera con dos rodajas de tomate.

La obesidad infantil es un problema, sí, pero no de la industria alimenticia ni de los políticos, sino de los padres. Asumamos esta verdad elemental y dejemos el asunto de las tallas de calzoncillos en el terreno de la intimidad, que es donde debería seguir siempre.

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