El pasado 11 de julio ocurrió algo que nunca había pasado, y que muchos habíamos ya desistido de ver pasar: la selección española de fútbol ganó el Mundial de Sudáfrica. Con la histórica victoria, muchos españoles nos echamos a la calle a celebrarlo, y proliferaron como nunca los símbolos nacionales españoles, de repente signo de orgullo entre nuestros compatriotas. Todavía hoy, en muchas terrazas, tiendas, bares, coches y ventanas aparece ondeante la enseña nacional, recordándonos que España es campeona del mundo.
Sin embargo, desde un planteamiento liberal anarco-capitalista, esta celebración puede verse como algo contradictorio. El anarco-capitalista considera al estado como opresor de las libertades individuales, y a sus signos externos (la bandera, el himno) como intentos uniformadores de aceptar dicha opresión a cambio de la pertenencia a una cierta colectividad que nos hace más fuertes. Dentro de estos signos, cabría incluir las selecciones deportivas, como la de fútbol.
De hecho, no es desdeñable el planteamiento del problema, cuando todos los años, en fechas navideñas, se organizan partidos de fútbol en que aparecen selecciones vascas y catalanas, aunque también de algunas otras comunidades autónomas. Parece claro que, en esos casos, se utiliza la selección deportiva como método de cohesión en torno a unos supuestos valores colectivos. ¿Ocurre lo mismo con la selección española de fútbol o la de baloncesto? ¿Debe un anarco-capitalista arrepentirse del gozo que siente por estos triunfos?
No es fácil dar respuesta a la pregunta, pero trataré de compartir algunas reflexiones al respecto en las siguientes líneas, utilizando la praxeología.
El punto de partida nos lo da la evidencia empírica. Los individuos disfrutan con la competición. Estrictamente, los hay que disfrutan compitiendo, pero, sobre todo, hay muchísimos más que disfrutan viendo competir. La historia demuestra que, hasta el día de hoy, esto es así: las Olimpiadas en el mundo clásico, los gladiadores y carreras de cuadrigas con los romanos , los torneos del medioevo, o el juego de pelota de los mayas, no dejan de ser pálidos precedentes de lo que en la actualidad se mueve en torno a las competiciones.
Esta preferencia es indiscutible. De hecho, la constatación de la misma hace que muchos individuos en la actualidad se dediquen profesionalmente a la competición: una vez detectada la necesidad, los emprendedores tratan de resolverla de la mejor forma posible. La prueba definitiva de la importancia que la preferencia por ver competiciones tiene en la actualidad la constituyen los elevados salarios que los competidores profesionales son capaces de extraer por sus servicios. Además, lo hacen en un entorno relativamente poco intervenido, en el que no hay barreras de entrada para los individuos: puede triunfar igual un chavalín de Ghana que uno educado en Harvard.
Ahora bien, toda competición exige la existencia de, al menos, dos rivales. Cuando la competición es individual, la identificación de rivales carece de mayor problema, pues son los individuos distintos los que, en sí mismos, fijan los criterios de separación entre los rivales.
Pero no ocurre lo mismo cuando la competición se realiza por equipos. En este caso, se exige algún criterio de homogeneización, que identifique a un equipo respecto a otro. Estos criterios pueden ser de múltiples tipos: casados vs solteros, padres vs hijos, profesores vs alumnos, o simplemente los cinco primeros que metan una canasta. Lo cierto es que hace falta algún criterio para distinguir entre los equipos que han de competir: no pueden jugar todos contra todos.
Qué criterio se utilice para configurar los equipos queda al arbitrio del mercado, que lo resolverá mediante un proceso de descubrimiento espontáneo. De entre estos, un criterio bastante razonable y que parece haber resistido el paso del tiempo, es el de vecindad. Cuando los vecinos de un pueblo o de una ciudad decidían formar un equipo, tendían a llamarle con el nombre de la localidad en que habitaban, posiblemente porque es el aspecto que más fácilmente compartían de sus valores.
No se olvide la evidencia empírica de que a los individuos nos gusta ver competir, y que esta emoción parece enriquecerse si se toma partido por uno de los rivales. Así que, cuando este equipo de la localidad en cuestión (que no representante de la misma) compite contra el equipo de otra localidad, y a falta de más información, lo normal es que los demás habitantes de las respectivas localidades se identifiquen con el equipo de la suya, aunque solo sea por el rasgo común de vecindad. En cambio, si se dispone de más información, por ejemplo, por conocer personalmente o ser amigo de alguno o varios de los contendientes, es posible que no se utilice ese criterio para elegir rival de preferencia.
Obsérvese que para ninguno de estos procesos es necesaria la existencia de una agencia gubernamental que imponga las preferencias a los individuos. Es más, una mirada al libre mercado demuestra que los equipos de las distintas disciplinas tienden a identificarse con una ciudad, no solo en Europa, sino también en economías tradicionalmente más libres como la de EEUU. Parece por tanto que el criterio de vecindad para establecer equipos es eficiente y sostenible desde el punto de vista del libre mercado.
De hecho, otro tipo de criterios no parecen haber tenido tanto éxito. Por ejemplo, a los individuos les cuesta identificarse con equipos denominados con marcas comerciales. Esto ocurre, por ejemplo, con los equipos de ciclistas, que suelen estar patrocinados por la marca comercial que les da nombre. Normalmente, uno no desea que gane el Astaná o el Caisse d’Épargne o el Euskaltel; con quien se identifica es con los corredores españoles que corren en estos equipos. De la misma forma, tampoco se suele desear que gane un corredor extranjero, aunque corra en un equipo de marca española.
Así pues, parece que es el criterio de vecindad el que triunfa y ha triunfado históricamente a la hora de identificarse con uno de los rivales en una competición. Y no parece que dicho criterio haya venido impuesto desde fuera del individuo.
Cabría preguntarse hasta qué punto son los gobiernos los que nos imponen que hemos de entender por vecindad. ¿Por qué yo me siento más cercano a alguien nacido en el territorio llamado España, que a uno nacido en Portugal? Pero aún así, no sería una imposición sostenible si va contra nuestra preferencia natural.
En conclusión, parece haber buenas razones para que, incluso un anarco-capitalista, si ha nacido en territorio español, pueda sentirse feliz con el triunfo de la selección española de fútbol. Hay muchas posibilidades de que tal identificación con los colores sea una creación espontánea del mercado y no una imposición del estado. Así que: CAMPEONES, CAMPEONES, OÉ, OÉ, OÉ.
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