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Escuela Austriaca y value investing: una hoja de ruta

Publicado en Libertad Digital

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Muchos seguidores de la Escuela Austriaca practican a la vez el value investing –la inversión de valor– y a su vez algunos value investors –no demasiados– son declarados seguidores de la Escuela Austriaca. La cercanía y creciente relación entre ambos enfoques puede que se deba a la marginalidad que ambas escuelas ocupan dentro de sus propias disciplinas –la economía neoclásica, por un lado, y la moderna teoría de la inversión basada en la hipótesis de los mercados eficientes, por otro–, pero también, y sobre todo, a sus cuantiosos puntos de encuentro.

La Escuela Austriaca, como el value investing, remarca que las fuerzas desequilibradoras del mercado prevalecen en el corto plazo pero tienden a ser derrotadas empresarialmente en el largo; el futuro presenta una elevada incertidumbre inerradicable pero, pese a ello, los agentes son capaces de tomar algunas decisiones consistentes intertemporalmente y de minimizar el riesgo merced a su superior conocimiento; el valor de una empresa, si bien depende de su capacidad para satisfacer a sus clientes (generación de cash flow) y de la preferencia temporal (descuento del cash flow) no es objetivable y presenta un amplio rango de indeterminación debido, precisamente, a esa incertidumbre inerradicable sobre el futuro; la rentabilidad no supone una recompensa por el riesgo, sino que pueden obtenerse altas rentabilidades asumiendo muy bajos riesgos; el mercado nunca alcanza una posición de equilibrio en el que no quepan más arbitrajes empresariales, ya que las correctas asignaciones de capital dan lugar a nuevas oportunidades de ganancia, tanto en el mercado real como en el de valores; el buen inversor no es ni quien sigue a las masas ni quien trata de automatizar una respuesta para cada estímulo cuantitativo, sino quien analiza el conjunto de la imagen y trata de comprenderla cualitativamente; las limitaciones cognitivas del inversor restringen su campo óptimo de actuación a un círculo de competencia para que el ya posea un cierto trasfondo de conocimientos; algunas empresas son capaces de obtener de manera sostenida una rentabilidad por encima de la del mercado sin que ello implique la existencia de un monopolio en perjuicio del consumidor, sino sólo la presencia de ciertos “fosos” que la blindan de la presión competitiva; el ahorro y la capitalización individual no son causas de empobrecimiento sino de exponencial enriquecimiento colectivo; el crecimiento empresarial no es intrínsecamente ni bueno ni generador de valor; las crisis económicas no son momentos para huir de un mercado en desplome autoalimentado, sino de entrar con toda la caballería; los activos presentan diversos grados de liquidez que deberán ser tenidos en cuenta para el caso de que la compañía vaya a ser liquidada; la liquidez del pasivo –en contra de lo que sostiene el Teorema de Modigliani-Miller– no es irrelevante a la hora de condicionar el desempeño de la empresa; los bancos son empresas oscuras de muy difícil y, en parte, arbitraria valoración; el marco institucional es esencial a la hora de determinar el éxito futuro de una compañía; se le concede una cada vez mayor importancia, como herramienta auxiliar, al análisis de la psicología individual y sus sesgos en la toma de decisiones, así como a la psicología de las masas (memética); y no existen “nuevas eras” que cambien las leyes económicas subyacentes, especialmente si van precedidas de una fuerte inflación crediticia.

Pese a los numerosas compatibilidades, también existen desavenencias entre ambas escuelas, en ocasiones de corte ideológico (ni Benjamin Graham ni Warren Buffett ni Martin Whitman han sido demasiado amigos de una economía muy liberalizada) y otras de corte operativo (muchos austriacos ven con desconfianza uno de los conceptos centrales del value investing como es el “valor intrínseco”). Al fin y al cabo, ni es necesario poseer un profundo conocimiento de la teoría austriaca para ser un muy buen value investor (Buffett es la prueba) ni tampoco es imprescindible estar ducho en el value investing para ser un buen economista austriaco (Mises, Hayek, Rothbard…).

Sin embargo, creo que austriacos y value investors deberán de unir –y de hecho unirán– fuerzas de cara a la próxima década; los primeros necesitan incorporar a su análisis una buena teoría sobre valoración de activos y sobre la toma de decisiones en un contexto de incertidumbre, porque en caso contrario se enrocarán en la caja negra que en muchas ocasiones puede suponer el concepto de “perspicacia empresarial”; los segundos deberán de buscar un paradigma alternativo más amigable que no los azote cada dos por tres con el  fuste de la hipótesis de los mercados eficientes, y que además enriquezca lo suficiente su comprensión de los mercados como para que su aprendizaje les sea útil y les permita obtener unos diferenciales de rentabilidad sobre sus competidores. Ahora bien, la alianza sólo fructificará si los unos y los otros dejan de lado sus fobias personales y, sobre todo, sus arquitecturas dogmáticas.

Los austriacos deben hacer su teoría más market friendly, no en el sentido de vulgarizarla para su comercialización, sino en el de mejorarla con tal de hacerla más comprensible para los operadores de mercado. La teoría austriaca se ha desarrollado en los últimos 80 años a remolque de la neoclásica y ello le ha llevado a utilizar categorías tremendamente rígidas e irreales como “el” tipo de interés –o incluso el tipo de interés natural–, cuando todos los inversores son conscientes de la existencia de una pluralidad de tipos; “el” volumen de ahorro, cuando, de la misma manera, existen ahorros a muy distintos plazos y riesgos que los hacen muy diferentes entre sí; los factores originarios de producción, clasificación del todo irrelevante e inoperativa para los empresarios; o la incapacidad para distinguir entre tasa de retorno y coste del capital, cuando ambas sólo son equivalentes en situaciones de equilibrio (una línea de investigación, por cierto, abierta por Hayek en 1939 que pocos austriacos han seguido).

Asimismo, los austriacos también han desatendido el desarrollo de herramientas teóricas que sí puedan serles de enorme utilidad a los inversores, como la determinación del valor del dinero fiduciario, el análisis de la liquidez conjunta de los agentes a partir de sus balances y estados de flujo de caja y de la influencia de la misma sobre la demanda y la oferta de crédito; el estudio de las reacciones de los diversos apalancamientos operativos y financieros en un contexto de variabilidad de tipos de interés; el desarrollo de parámetros que permitan localizar los sectores económicos concretos con mayor capacidad de revalorización a lo largo del ciclo; el análisis de la sostenibilidad de las ventajas comparativas de los agentes; la explicación de los efectos de los distintos tipos de impuestos sobre la organización empresarial, sus resultados y su coordinación social; el estudio de la interrelación entre el modelo empresarial y la estructura de los mercados con la fase de desarrollo de los productos; la teorización sobre las condiciones para la creación y transmisión de información y conocimiento relevante para el empresario, o la concreción de los límites y la eficiencia del cálculo económico atendiendo al tamaño de la compañía.

No estoy diciendo, como es obvio, que la Escuela Austriaca deba pervertir sus teorías hasta el punto de que todo no economista pueda comprenderlas por entero, o que deba renunciar a ciertos caballos de batalla teóricos que no son del interés directo de la mayoría de inversores –como el regreso al patrón oro o la transición hacia órdenes policéntricos–, pero sí que debe dejar de ser tan endogámica como para que el value investor se vea forzado a iniciarse en un mundo ajeno al empresarial y a realizar un ejercicio de traducción y adaptación de la teoría recibida si quiere aplicarla al mundo real. Ésa es la tarea de los científicos sociales en economía –crear herramientas para empresarios e historiadores–, no la de los empresarios metidos con calzador a economistas.

Por fortuna, no creo que cueste demasiado esfuerzo que los austriacos cambien ligeramente de perspectiva y de vocabulario, especialmente porque el realismo metodológico está en su núcleo mengeriano y porque, a diferencia del resto de escuelas económicas, es, con diferencia, la que menos se ha alejado de ese realismo.

Por otro lado, los value investors deberán de estar dispuestos a dejar de ser una “filosofía de inversión” para convertirse en una “ciencia de la inversión”, con todo lo que ello implica: rigor en las categorías (no debería hablar de la diferencia entre valor –intrínseco– y precio cuando quieren referirse a las diferencias entre precio teórico y precio de mercado de un activo; y deberían refinar su distinción entre inversión y especulación cuando lo cierto es que toda inversión es especulativa), preocupación por que sus proposiciones sean consistentes entre sí y con el resto de leyes económicas, mayor esfuerzo por articular un conocimiento difícilmente articulable y, como consecuencia de lo anterior, un progresivo abandono de su anecdotario de experiencias personales y de estudios de caso en pos de una mayor modelización de las técnicas inversoras hasta donde sea técnicamente posible.

En definitiva, los value investors deberán aceptar “descargar” un conocimiento que hasta hoy se ha desarrollado esencialmente en torno a intuiciones y comprensiones personales del mercado, y para ello deberán formalizarlo y someterlo a los estándares del razonamiento científico. De nuevo, en este caso también soy muy optimista por tres motivos: a los value investors les interesa que sus ideas sean consistentes con el resto de leyes económicas y para ello deberán plasmarlas sobre el papel y preocuparse por compatibilizarlas; la explosión de pequeños inversores gracias a internet tenderá a generar una convergencia entre las variadas “filosofías de value investing” –tesis, antítesis y síntesis– que poco a poco irá cristalizando en proposiciones cada vez más impersonales sobre qué, cómo, cuándo, dónde y por qué funciona; y, por último, ese mismo proceso de competencia práctica y de microformalización de las distintas filosofías de value investing supondrá –ya supone– un fenómeno digno de estudio para el científico social que tratará, a su vez, de formalizar el conocimiento disperso y práctico que se vaya generando (en este sentido puede leerse el valiosísimo libro de Bruce Greenwald, Value investing: From Graham to Buffett and Beyond).

En definitiva, creo que en los próximos años la Escuela Austriaca se abrirá aún más a los empresarios e inversores y el value investing se abrirá a los teóricos económicos que tengan ojos para ver y oídos para escuchar. De ambas tendencias surgirá una alianza natural entre los dos paradigmas –que en gran medida ya se está dando hoy– y de esa alianza una fusión con enormes sinergias positivas que se convertirá en herramienta básica para cualquier empresario e historiador que quiera enfrentarse con una mínima solvencia a los complejísimos fenómenos que se dan en un mercado. Algunos intentaremos trabajar activamente en impulsar ese cambio y, de hecho, en unos meses podremos anunciar la aparición de un nuevo máster que tratará de aunar ambas perspectivas; sin duda, se trata de un viaje apasionante.

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