La polémica vuelve a estar servida; tres aerolíneas asiáticas han decidido ofrecer zonas tranquilas. ¿Y en qué consisten? Pues sencillamente son zonas donde no se pueden sentar niños menores de 12 años.
Las comparaciones con la segregación racial saltan a la palestra desde el minuto uno. Las vestiduras rasgadas ante el desprecio al recurso más valioso de la humanidad aparecen en el dos. Los sesudos análisis sobre los derechos de los niños y la vital importancia que tiene que éstos sean escuchados son escritos en el tres. Y finalmente, la llamada a la tranquilidad porque en Europa una medida así no sería posible ya que los burócratas europeos y su superregulación no lo permitirían surge al cuarto.
Como siempre, el sentido común y la lógica elemental se dejan para mejor ocasión o para rincones con una audiencia más reducida de lo que sería normal en una sociedad con un mínimo de madurez mental.
Porque lo cierto es que si una persona prefiere sentarse en un lugar del avión donde se le garantice que no hay niños es, simplemente, porque piensa que las probabilidades de tener un viaje tranquilo aumentan en este tipo de espacios. Y el hecho de que unas empresas consideren rentable ofrecer estos espacios es porque las personas que tienen este tipo de percepción están dispuestas a desembolsar un precio lo suficientemente elevado como para cubrir el coste de ofrecerlas.
Hasta aquí nada es opinable. Es lógica elemental. Las opiniones o análisis tendrían que arrancar a partir de este punto e ir en la única dirección posible: ¿por qué ha aumentado la percepción de que la presencia de niños en un espacio cerrado aumenta las probabilidades de tener una estancia menos agradable? ¿Se comportan los niños con peores modales en la actualidad que en décadas pasadas o ha aumentado la sensibilidad de las personas a ciertos comportamientos infantiles normales?
Por desgracia el debate no va por ahí y gira sobre lo que a estas alturas debería ser intocable: el derecho de la empresa y del viajero a decidir pacíficamente pactar unas condiciones de viaje determinadas.
Lo curioso es que las aerolíneas y los viajeros antiniños no prohíben a los niños viajar. Ni siquiera les prohíben molestar en cierto grado al resto de pasajeros. Simplemente se alejan o proporcionan zonas alejadas de ellos. Es un comportamiento totalmente respetuoso con la libertad del prójimo, nos guste o no su decisión. En cambio, el comportamiento proniños dominante es totalmente asocial y consiste en obligar a terceros a aceptar una situación, la compañía de menores, por el simple hecho de imponer su punto de vista sobre la cuestión.
Una sociedad donde el derecho a imponer la presencia de un niño, o cualquier otro tipo de persona, a un extraño está por encima del derecho de una persona a pactar sus condiciones de desplazamiento con el dueño del medio de transporte ya dice bastantes cosas malas de sí misma. Que los niños sean mal educados no nos debería preocupar más que el grado de fobia a la libertad de sus padres.
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