Lo más chocante es la docilidad con la que la mayoría de la sociedad va aceptando los cambios legislativos de un estado de excepción no declarado.
Dos noticias recientes, que el maniqueísmo atroz de la brega política nunca conectará, han puesto de manifiesto el largo camino recorrido por sus enemigos para socavar algunas garantías de la libertad que parecían protegidas por la muy perfectible Constitución española de 1978.
Se trata, por un lado, del caso del eurodiputado socialista López Aguilar, parcialmente alguacilado por un atestado policial que recoge unos supuestos malos tratos a su esposa. Gracias a su condición de aforado, la cual recordó escandalosamente en un plató improvisado en el Congreso, la aplicación a su de la ley de suspensión de derechos y discriminación por razón de sexo que promovió como Ministro de Justicia, quedará muy mediatizada.
Una excelente oportunidad para preguntarse por qué extraña razón el Derecho positivo estatal mantiene entre sus interminables disposiciones unas “normas” que violan flagrantemente el principio de igualdad ante la ley (Art. 14 CE) el derecho a un proceso con todas las garantías y a la defensa (Art.24.2 CE) y la libertad personal frente a detenciones arbitrarias (Art. 17.1 CE) quedó lamentablemente desaprovechada por la exclusiva atención prestada a los detalles morbosos del caso, expuestos por el propio político. En efecto, la reciente reconsideración de las infracciones penales introducida en la enésima reforma del Código Penal no ha cambiado en un ápice las aberrantes disposiciones de la ley propulsada por el gobierno de Rodríguez Zapatero.
Recordemos que la actual mayoría parlamentaria del PP y el gobierno de Rajoy Brey no han impulsado reforma alguna de una ley vigente cuyo objeto declarado (Art. 1) es “actuar contra la violencia que, como manifestación de la discriminación, la situación de desigualdad y las relaciones de poder de los hombres sobre las mujeres, se ejerce sobre éstas por parte de quiénes sean o hayan sido sus cónyuges o de quienes estén o hayan estado ligados a ellas por relaciones similares de afectividad, aun sin convivencia. (…)”. Desde un prisma tan delirantemente tergiversador, el Código Penal adaptado a esta pintoresca dialéctica marxista feminista posmoderna, tipifica delitos cuyos únicos autores pueden ser los hombres (maridos o novios que sean o hayan sido) por el mero hecho de serlo, pues, no en vano, esa condición determina distinta calificación y pena para una misma conducta objetiva.
Sobre tan discriminatorios y endebles fundamentos, se articula un sistema de tramitación sumaria (o sumarísima) de las denuncias presentadas ante la Policía o unos juzgados híbridos de excepción (llamados “Juzgados de Violencia sobre la Mujer”) a los que no solo se atribuye competencias de instrucción penal de delitos caracterizados por el empleo de la violencia en muy diferente grado – incluyendo la adopción de medidas cautelares como la “orden de protección”- sino también el enjuiciamiento de algunas faltas y de procedimientos civiles de separación o divorcio, con todas las medidas que sobre el patrimonio de los cónyuges y la guardia y custodia de los hijos cabe adoptar.
Como ya señalé hace años al hacer un balance provisional de las reformas legislativas comenzadas con la ley de 2003 que introdujo la orden de protección (promovida por el gobierno del PP de Aznar) y continuada por la disparatada ley de medidas de protección integral contra la violencia de género del año siguiente, el pilar del sistema se sustenta en centralizar la adopción de todas las medidas protectoras (penales y civiles) en los juzgados de instrucción penal (competencia luego traspasada a los nuevos jueces de violencia sobre la mujer). Previa denuncia y solicitud de una orden de protección “integral” para una mujer contra quien pudiera haberse cometido un delito o falta contra su vida, unas lesiones, una agresión sexual, unas amenazas o unas coacciones, el juez de guardia debe celebrar una audiencia convocada de forma acelerada para resolver al respecto. Naturalmente, no está obligado a asumir las peticiones que reciba (Art. 544.4 ter LECr) tanto de la propia interesada como de un amplio elenco de legitimados para denunciar. Sin embargo, la parte para quién se denuncia cuenta con una gran ventaja procesal, ya que la ley (y el Protocolo de Actuación de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad) permite la obtención de la orden de protección integral no solo frente a hechos graves, sino también frente a conductas calificadas comumente como faltas o delitos menos graves e, incluso, ampara detenciones de la Policía que no se dan en otro tipo de delitos.
Esa orden de protección adoptada mediante auto – que puede ir acompañado de otro de medidas cautelares penales contra el denunciado- se puede complementar con otras propias de los procesos matrimoniales como la atribución del uso de la vivienda familiar, la determinación del régimen de visitas de los hijos o las prestaciones de alimentos. Asimismo, el juez debe comunicar esa orden de protección a los servicios sociales de las distintas administraciones, que convierten a la titular de la orden de protección en potencial receptora de subsidios, prestaciones públicas y de un tratamiento privilegiado en distintos ámbitos como el administrativo y el laboral.
La incrustación de un tipo de juzgado mixto con vis atractiva sobre las cuestiones civiles propias de los procesos matrimoniales genera interferencias entre órganos judiciales, habida cuenta de que el juez civil debe inhibirse a favor del juzgado “de violencia sobre la mujer” desde el momento que se admite una petición de orden de protección o una denuncia de una mujer contra su actual o anterior cónyuge. Puede imaginar el lector, las dilaciones que pueden producirse en la resolución de un determinado asunto por el trasiego de expedientes entre distintos juzgados que se deriva de las vicisitudes de pleitos cuyos distintos incidentes pueden prolongarse durante años y de los incentivos sembrados para que una mujer (o de otras personas a su favor, pues la legitimación es amplísima) formule denuncias penales que le confieran ventajas en el simultáneo procedimiento matrimonial y de órden material.
En cualquier caso, según los últimos datos relativos a 2014 del Observatorio de la Violencia de género (creado por la Ley) ofrecen un altísimo porcentaje de sobreseimientos y absoluciones de los imputados por estos casos de “violencia de género”. De los 43.940 asuntos penales que llegaron a los juzgados de violencia sobre la mujer, 14.143 fueron archivados por sobreseimiento (libre o provisional) o los acusados fueron absueltos en el mismo juzgado. Solo 3.619 terminaron con una sentencia condenatoria. Los que llegaron a los juzgados de lo penal, 3.829 terminaron con sentencia condenatoria y 3.459 con sentencia absolutoria. Por último, los casos por delitos más graves reservados a las audiencias provinciales terminaron con 80 sentencias condenatorias y 24 con sentencias absolutorias o sobreseimientos. No existen, sin embargo, datos publicados sobre procedimientos penales por denuncias falsas derivadas de esos casos, lo cual refuerza la sospecha de que no se busca impartir justicia, sino principalmente exacerbar el problema de los malos tratos y las discordias entre hombres y mujeres.
Paralelamente a la elusión de “su” propia Ley por tan discutible prócer, se conocía la promulgación de la Ley para la Protección de la Seguridad Ciudadana que sigue los pasos de la tristemente célebre ”Ley Corcuera” de 1992, que formalmente deroga. Sin ánimo de agotar todas sus arbitrariedades, la Ley refuerza la actuación policiaca (que no policial) del Estado, manteniendo la redacción de los artículos 8, 9 y 16 del anteproyecto, en el sentido de obligar a los españoles mayores de catorce años a exhibir el documento de identificación a cualquier policía que considere que han “podido participar en la comisión de una infracción” (ni siquiera se habla de flagrancia) o que “considere necesario que acrediten su identidad para prevenir la comisión de un delito”[1]. En caso de no llevar consigo ese documento, esos policías (centrales, autonómicos o locales) atendidas unas circunstancias concurrentes sin especificar, podrán detenerlos y llevarlos a comisaría para identificarlos por un plazo máximo de seís horas sin asistencia de abogado. [2]La tramitación parlamentaria de la Ley ha suprimido la preconfiguración como delito de la conducta de “resistencia o negativa a identificarse o a colaborar en las comprobaciones”. En su lugar, el artículo 16.5 definitivo se remite al Código Penal, la Ley de Enjuiciamiento Criminal y, en su caso, la propia Ley cuando esa “resistencia o negativa a colaborar” no se considere como delito. De cualquier modo, quien sea detenido y conducido a dependencias policiales para la identificación, sin la asistencia de un abogado, podrá ver aumentado su suplicio con una denuncia por un delito de este tipo.
En definitiva, casi 37 años después de la entrada en vigor de la Constitución española, los valladares que parecían proteger derechos y libertades de los ciudadadanos; como el derecho a un proceso debido con todas las garantías, el derecho de defensa, la igualdad ante la ley, el derecho a la libertad frente a detenciones arbitrarias; se violan por la promulgación de leyes que justifican su suspensión. Aparte de la gravedad de esta actuación y de la imposición de la discriminación por parte de un Estado que gira en torno a la arbitrariedad más crasa, lo más chocante es la docilidad con la que la mayoría de la sociedad va aceptando estos cambios legislativos que siguen las pautas de un estado de excepción (artículo 55 CE ) no declarado.
[1] En este punto el anteproyecto añadía la mera infracción administrativa.
[2] En este punto el anteproyecto no concretaba un plazo máximo de la detención.
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