Europa llegó a conquistar el mundo asentada firmemente en tres pilares muy sólidos, la racionalidad griega, la cosmovisión cristiana y la forma de pensar jurídica romana: una racionalidad que trataba de entender la naturaleza buscando las causas de los fenómenos observados en una realidad circundante que nunca se podía perder de vista; una cosmovisión en la que la Verdad es objetiva, dada y externa al hombre, inmutable, a la que el hombre se debe dirigir en su actuar, y de la que derivan todo un conjunto de valores jerarquizados more geometrico; y unas reglas de organización y funcionamiento social que se fueron desarrollando durante centurias, a través del papel de los jurisconsultos, unos sujetos que analizaban la realidad de las cosas y trataban de dar la respuesta más adecuada a los problemas que iban surgiendo en las relaciones económicas y sociales, con humildad, sin pontificar, sin ideas preconcebidas y siempre a partir del caso práctico concreto, sin generalizaciones apresuradas sobre una realidad que entendían compleja y con el simple ánimo de encontrar la respuesta más eficiente, y eficaz en cada caso, y que mejor salvaguardara los intereses de los sujetos estrictamente concernidos.
Por eso Europa ya no existe: porque ya no se guía por una Verdad absoluta e inmutable, inasequible a los avatares caprichosos del tiempo; porque los valores se han convertido en modas, acomodaticias y pasajeras, que guían a la gente de un lugar a otro, sin orden ni concierto, en una suerte de baile social desnortado y epiléptico; porque el derecho ya no busca ordenar al realidad económica y social de la manera más eficiente y mejor, atendiendo a las realidad y las circunstancias de cada caso concreto: lo han querido “ennoblecer” convirtiéndolo en la herramienta que utilizan los gurús que nos dirigen para hacer de nosotros hombres nuevos, a imagen y semejanza de sus mentes enfermas, volubles, excéntricas, mudables, frívolas y veleidosas; porque la racionalidad ha dejado de aspirar a ser realista, abierta y consecuente, ya no trata de entender la realidad completa, y utiliza como presupuestos sólo aquéllos fenómenos -o sus partes- que mejor se adaptan a los presupuestos políticos e ideológicos del “experto”, sin admitir consecuencias lógicas contrarias a unos postulados caprichosos sacados, a priori, de la manga.
Las librerías, los kioscos e internet están llenos de publicaciones en las que se nos insta a “repensar” lo que debe ser Europa y Occidente, a entablar “un diálogo abierto, sincero y honesto” sobre lo que queremos ser como nación de naciones. El asno de Buridán murió de indecisión y era uno sólo; nosotros vamos a morir de éxito siendo mucho más que ciento. En todos los ámbitos las mejores soluciones son las que mejor se adaptan a los hechos; de nada sirve pensar desde un palacio de cristal desconectado de todo lo que tiene que ver con lo real, porque la realidad es la que es, y no admite discusión. Ponernos a debatir es lo que quieren, pero sólo para entretenernos mientras pasa el tiempo; el problema es si para cuando nos demos cuenta y dejemos los debates onanistas habremos perdido toda capacidad de ver, de oír y de tocar; que es lo que me temo.
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