La fábrica que vierte sus desechos al río, o el almuédano y el sacerdote que invaden con sus llamadas a los no creyentes, son, entre otros muchos ejemplos, casos de externalidades que resultan negativas para cualquiera o son percibidos como tales por determinadas personas.
Partimos, como siempre, de que tanto los fines de la acción humana como los medios para alcanzarlos son considerados desde el punto de vista del individuo, es decir, invariablemente desde su subjetividad. Partiendo de ahí, cualquier externalidad producida desde las propiedades y desde la libertad de su titular ha de tratarse observando cómo afecta a la propiedad de quienes han de sufrirla.
Por lo general las externalidades suelen recaer sobre los bienes comunales. Cuando no es así, la definición de las responsabilidades resulta fácil de establecer a la luz de la legislación vigente en materia de derechos de propiedad. Pero ¿qué ocurre cuando estamos ante el primer caso? Sucede, sencillamente, que el problema es irresoluble.
En la gestión del río contaminado por la empresa, dado que las aguas son "de todos", solamente queda que el estado, esto es, los gestores del mismo, utilicen su poder coactivo para imponer a la empresa unas reglas de juego. Dado que es así, ¿cuáles han de ser estas? Lo que ocurre en este caso es que el estado forma sus decisiones a la luz de un ente metafísico denominado "interés general" que solo los políticos definen en cada momento al albur de los grupos de presión que, invariablemente, influyen en él.
La empresa contaminadora hará sus vertidos o los evitará según las decisiones subjetivas de los responsables políticos. El interés de estos en una u otra decisión depende de cada momento, y cada uno de estos instantes cae bajo la misma categoría de "interés común". Si el capital acumulado para evitarlo y/o la capacidad coactiva del gobierno son bajos, la empresa contaminará; si no es así y, además, hay grupos de presión en sentido contrario, se sancionará o se cerrará.
Los casos de los jefes religiosos llenando las calles y las casas particulares con sus altavoces o campanas también son externalidades. Estas pueden ser positivas para sus fieles o para quienes los toleran, y negativas para quienes no. La audición de sus emisiones por las calles tiene que ver con que se trata de bienes comunes, y solo el juego de presiones sobre el poder resuelve provisionalmente el tema. Escuchar, por el contrario, los altavoces o las campanadas en las propiedades privadas de quienes no quieran someterse a eso es un caso de externalidad negativa como la de la propiedad privada ensuciada por el vecino, sea desde su domicilio o desde su fábrica.
Podría decirse que la tecnología no alcanza para, en el caso de los religiosos que quieren hacerse notar, internalizar los efectos de sus llamadas, pero no es cierto. Existen modos disponibles de hacerlo y no se hace. No se hace porque aún existe una insuficiente definición de los derechos de propiedad. No se considera que los bienes comunes nunca son tales en tanto haya un individuo dentro de sus propiedades que rechace consumirlos. En ese caso, la correcta consideración de dichos derechos obliga a quien externaliza a adoptar tecnologías acordes.
Y si no las hubiera disponibles, da igual: la presión por proteger los derechos de la propiedad legítima incentiva la creatividad empresarial para producir las tecnologías adecuadas. Si no, véase el caso del alambre de espino en el oeste americano en la época de su conquista.
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