Uno de los comentarios que más se suele repetir en tertulias de carácter político y económico es que la banca comercial está dificultando la salida a la crisis por no conceder créditos. Esta acusación suele formularse con bastante frecuencia en ámbitos como el inmobiliario, donde los vendedores culpan a las entidades de crédito de haber sido la causa de la cancelación de operaciones de compraventa al negarse a realizar un posible préstamo a un potencial comprador. También en el ámbito de la pequeña empresa suele oírse numerosas veces esta queja, cuando, por ejemplo, pólizas de crédito que antaño se renovaban sin ninguna dificultad no siguen el mismo proceso.
Las entidades de crédito obtienen una fuente considerable de sus beneficios a través de la concesión de préstamos y créditos. Por tanto, a priori, resultaría extraño que se negasen a realizar dichas actividades si no existiese algún motivo. El mercado financiero, como cualquier otro mercado, tiene su propia oferta y demanda. Por un lado, demandan dinero todo tipo de personas, sociedades e instituciones que solicitan algún tipo de crédito, préstamo o empréstito. Por otro lado, la oferta estaría formada por los propios fondos propios de estas entidades de crédito (capital y reservas) más su pasivo exigible, es decir, el dinero que a su vez solicitan prestado a ahorradores, bajo la forma de cuentas corrientes, libretas de ahorro, imposiciones a plazo fijo, y otras figuras. Dado que el sector bancario está fuertemente apalancado, los fondos ajenos son considerablemente superiores a los propios, por lo que la oferta estaría fundamentalmente representada por el ahorro.
El mercado financiero, además, presenta otra serie de peculiaridades. El primero proviene del hecho de que todas las operaciones se realizan a crédito. Es decir, mientras que si acudimos a comprar un determinado bien o servicio normalmente se puede optar por pagar al contado o a crédito, en el mercado financiero, el pago siempre se va a producir a crédito: se solicita un préstamo o un crédito que se devolverá en un determinado plazo de tiempo. Además, se da la circunstancia de que la diferencia entre los plazos de los ahorradores y los demandantes de crédito suele ser considerable. Por ejemplo, una persona que abra una cuenta corriente puede demandar la totalidad de su importe en cualquier momento, sin previo aviso. Cuestión distinta ocurre en las imposiciones a plazo fijo, donde el ahorrador se compromete a mantener su dinero inmovilizado durante un plazo de tiempo cierto. No obstante, la demanda de crédito suele tener plazos superiores. Así, una póliza de crédito de campaña puede acordarse por un plazo de seis meses, mientras que los préstamos hipotecarios pueden tener una vida de décadas.
Por tanto, las disponibilidades de crédito, en principio, dependen del ahorro existente y del plazo en que éste se haya materializado, y su coste también dependería de esos factores. También influirían otros factores como la solvencia del demandante, las garantías que pueda ofrecer o los plazos en que pretenda materializar la devolución.
Sin embargo, el sistema presenta más actores. De un lado, las instituciones financieras pueden a su vez prestar y pedir prestado dinero en el denominado mercado interbancario. Y, por otro lado, existe el banco central, que actuaría como banco de bancos, presentando una peculiaridad importante, y es que él mismo se fija su retribución unilateralmente dada su condición de monopolio. Esto tiene un efecto inmediato sobre el mercado, dado el volumen e importe de operaciones que puede realizar. Por tanto, en un mercado sin banco central, si se demanda mucho crédito, pero apenas existe ahorro, la retribución subiría hasta que más ahorradores se sintiesen motivados y más demandantes de créditos desechasen realizar las operaciones por el alto coste. En sentido contrario, si el ahorro es elevado, pero existe muy poca demanda por dicho ahorro, el interés de las operaciones irá bajando de forma que el crédito se haga más atractivo, y el ahorro baje.
Al aparecer el banco central, las reglas cambian, y ya no son los ahorradores, los demandantes de crédito y los plazos los que van a fijar el interés de las operaciones, sino que éstos se van a ver influidos en extremo por el tipo que fije el órgano correspondiente de dicho banco. Esto trae consecuencias, ya que el ahorro y la demanda de crédito se ven influidos fundamentalmente por un tercero, que no tiene que tener en cuenta las condiciones que los anteriores hubiesen pactado en un mercado libre. De hecho, durante casi una década, los bancos centrales han estado impactando en estos tipos de interés hacia la baja, sembrando las condiciones que luego dieron ocasión a la actual crisis, cuando los inversores acometieron proyectos de muy reducida rentabilidad, inducidos por su política de «dinero barato».
Tampoco debemos olvidar el hecho de que si un banco decidiese unilateralmente y sin motivos restringir el crédito a un cliente, y que la competencia inexplicablemente siguiese sin concedérselo, éste podría acudir a otros canales, ya que la banca comercial no tiene el monopolio concesión de préstamos, cuestión que puede comprobarse en las emisiones de empréstitos que realizan con periodicidad grandes empresas e instituciones (en las que la banca no deja de ser un mero intermediario y es el cliente quien presta directamente dicho dinero al emisor). Adicionalmente, a nivel particular siempre se han producido operaciones crediticias (aunque de menor importe) entre sociedades o particulares. Por tanto, las instituciones de crédito no pueden denegar operaciones sin responder a la lógica económica de la oferta y la demanda, o a las condiciones que fijan los propios bancos centrales, que son los únicos que pueden escapar en cierta medida al libre juego de la oferta y la demanda.
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