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Forty niners

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En 1848 corrió, como un reguero de pólvora encendido, la noticia de que en California, en el extremo occidental del país, el oro abundaba. El mineral, aferrado a las rocas milenarias, yacente en los ríos de aquél territorio, estaba a la espera de que lo arrancasen las primeras manos que llegasen. Y acudieron a miles. A una velocidad inusitada. Fue el gold rush (fiebre del oro) y a aquellos hombres se les llamó forty niners, por el año en que acudieron en masa a la busca del metal amarillo.

Podemos imaginarnos por un momento la situación. Millares de hombres, en su mayoría jóvenes, acudiendo a un territorio escasamente explotado y movidos por el sueño de ser inmensamente ricos en muy poco tiempo. Hábiles todos en el manejo de las armas, que les acompañan en todo momento, aficionados los más al alcohol. Su carrera fue tan frenética que dejaron atrás las instituciones de los Estados Unidos que, año a año, ganaban territorio hacia el oeste. Pero los forty niners fueron mucho más rápidos. ¿Qué cabría esperar de la llegada en masa de unos hombres ávidos de riqueza, dispuestos a ocupar recursos valiosos y escasos y sin el apoyo de las instituciones legales? La guerra sin cuartel, el amontonamiento de cadáveres, el caos, el crimen convertido en ley y la ley en crimen.

Sin embargo, lo que ocurrió no fue eso. Lee Harris, en The next American Civil War, dice que «estas expectativas no se cumplieron. Agudos observadores que se habían cruzado en su camino con los campos de oro quedaban unánimemente asombrados al encontrar que los mineros habían marcado de forma espontánea un conjunto de normas y regulaciones que a todos concernían y que todos aceptaban». Las normas variaban enormemente de distrito en distrito, incluso en ocasiones entre territorios contiguos. «Pero todas tenían el mismo objetivo: la minimización de conflictos debidos a los reclamos sobre las minas».

Lo cual tiene sentido. El oro es un bien muy preciado, pero lo es menos que la propia vida. Y el conflicto continuo es muy costoso e inseguro, y desvía los esfuerzos que, de otro modo, se dedicarían a la explotación del territorio. Lo más eficaz para todo el mundo es la sumisión a unas normas aceptadas, que permitan la extracción del mineral sin conflictos. Y los hombres, constituidos en compañías mineras, se prestaron con dedicación a fijar tales normas y dar con la forma de hacerlas cumplir.

Terry L Anderson y P. J. Hill escribieron el artículo «An American Experiment in Anarcho-Capitalism: The Not So Wild, Wild West», en el que describen cómo esa sociedad libertaria no se parecía, ni de lejos, a la existencia solitaria, pobre brutal y breve que Hobbes previó consustancial al estado de naturaleza, como fase previa al surgimiento del Estado. En el artículo citan a un historiador,J. H. Beadle, quien dice en uno de sus libros: «No había ninguna autoridad constitucional, y no había ningún juez o funcionario a menos de quinientas millas. Los invasores quedaban expuestos a las leyes fundamentales de la naturaleza, acaso con los derechos inherentes a la ciudadanía americana». Anderson y Hill añaden que «el primer derecho civil que evolucionó de este proceso se aproxima al anarco capitalismo tanto como cualquier otra experiencia en los Estados Unidos».

Las compañías que se creaban para explotar las minas de oro fijaban sus propias normas. Entre ellas se incluían, a menudo, «acuerdos para la contribución para cuidar de los enfermos o desafortunados, reglas de conducta personal como el uso de las bebidas alcoholicas o las multas que se podían imponer a las conductas impropias» (Anderson y Hill) u otras como el modo de financiar las operaciones. «No conocían una jurisdicción superior a la ley de la mayoría de la compañía».

Cuando se trataba de lidiar con otros disputas sobre la propiedad, «la solución general fue la de mantener unas reuniones generales y designar comités a los que se les encargaba la redacción de normas».

Y recogen un ejemplo citado por Beadle, y que se refiere a un distrito de Colorado: «Se mantuvo una reunión general de mineros el 8 de junio de 1859, y se designó a un comité para que redactase un código de leyes. Este comité trazó los lindes del distrito y su código civil. Después de un período de discusión y enmiendas, fue unánimemente adoptado en otra reunión general el 16 de julio de 1859. El ejemplo fue rápidamente seguido en otros distritos, y todo el Territorio se dividió pronto en multitud de soberanías locales».

Un historiador del negocio de la minería en aquellos años explica que «ningún alcalde, consejo o juez de paz fue jamás impuesto sobre un distrito por un poder venido de fuera. El distrito era la unidad de organización política, en muchas regiones, tras la creación de un Estado. Y los delegados de los distritos colindantes se reunían para abordar los lindes o las materias del gobierno local, que luego explicaban en sus respectivas circunscripciones en reuniones al aire libre, en una ladera o en la rivera de un río». La desconfianza hacia las normas venidas de fuera era tal que en muchos distritos se prohibía el ejercicio del derecho a los abogados. En el distrito Union Mining se dictó la siguiente norma: «Se resuelve que no se permitirá el ejercicio del derecho a ningún abogado en este distrito, bajo la pena de no más de cincuenta ni menos de veinte latigazos, más la expulsión para siempre del distrito».

Se creaban cortes por reclutamiento de voluntarios del lugar. Rara vez eran permanentes. Cualquier ciudadano que cumpliese la ley podría convertirse en acusador o defensor en el proceso, y a cualquiera se le podía encargar la tarea de hacer cumplir las resoluciones de la corte. Había competencia entre las cortes, que cobraban por el servicio de impartir justicia. Las partes llegaban más fácilmente a un acuerdo sobre a cuál recurrir si ésta se había ganado fama de ser justa en sus resoluciones, de modo que la competencia entre distintas cortes, si se daba, favorecía que prevaleciese la justicia.

Aun así, se daban casos en que una parte no estaba contenta con la resolución de la corte, pero entonces aún quedaba un recurso. La parte que se consideraba que sus derechos habían sido tratados injustamente tenía la opción de ponerse en contacto con todas las partes y llamar a un nuevo acuerdo sobre la división del territorio y la formación de un nuevo distrito.

Todo ello le resultará extraño a quien esté habituado a pensar que sin el expreso consentimiento, la prohibición terminante y el apremio y guía constantes del Estado, los ciudadanos somos incapaces de organizarnos. La experiencia, y la constatación de que los hombres podemos pensar racionalmente, señalan en sentido contrario.

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