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¿Habrá una rebelión contra la prohibición del tabaco?

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Ya en el siglo XIX Bastiat advertía en La Ley que ninguna sociedad puede existir si no impera en algún grado el respeto a las leyes, pero que lo que da más seguridad para que éstas sean respetadas es que sean respetables.

Si esas preocupaciones ya eran visibles hace siglos, desde luego que hace tiempo que el mayor problema que embarga al Derecho parte del persistente empeño de legisladores de toda laya por producir un número ingente de órdenes destinadas a moldear las mentes y las conductas de los ciudadanos según un modelo considerado óptimo por los gobernantes. Si el estado de bienestar clásico se postuló como un proveedor desinteresado –forzoso- del individuo frente a la necesidad, desde la cuna hasta la tumba, sus fracasos han venido a complementarse por un estado prohibicionista que se inmiscuye en las esferas más íntimas de las personas para dictarlas como deben pensar, sentir y comportarse desde que se levantan hasta que se acuestan. Asistimos a unos procesos políticos contradictorios. A pesar de tímidos repliegues de instituciones básicas para el consenso socialdemócrata de la posguerra por la constatación de su fracaso, se ha producido paralelamente un salto cualitativo en el intervencionismo. Actualmente, se percibe en los políticos occidentales una maniática obsesión por moldear las mentes de los ciudadanos, a fuerza de leyes formales, muy similares a los esfuerzos de los países totalitarios reconocidos.

Como cabía esperar de esa implacable tendencia, sus adalides tratan de ocultar la deriva hacia el totalitarismo alterando el significado de las palabras. De esta manera, las órdenes y mandatos se denominan "leyes" por el aura de respetabilidad que la mención de ese nombre irradia. Y, sobre todo, en el caso de las leyes antitabaco, se esgrime la protección de la salud de los individuos, incluso contra su propia voluntad. Manejan como arma dialéctica destinada a socavar eventuales contestaciones, la invocación de la inexorabilidad de su adopción. En este sentido, la cooperación de los medios de comunicación tejidos por la larga mano del gobierno resulta crucial para transmitir esa sensación de que está fuera de lugar oponer cualquier tipo de resistencia. La idea extendida en la sociedad española de que el último mohín del ministro de turno en relación a sus súbditos tiene categoría de ley por su mera expresión, sin necesidad de trámite parlamentario, debe mucho a esa labor de zapa.

Siguiendo la tradición de Bastiat, Hayek señala al filósofo del Derecho Carl Schmitt como uno de los grandes teóricos de la sistematización jurídica del intervencionismo. Admirado tanto por juristas conservadores como izquierdistas, tuvo una influencia decisiva en la forja del Derecho público alemán de la época nazi. En sus obras declaró periclitada la tradicional concepción liberal "normativa" del derecho, la cual, vino a decir, había progresado gradualmente para adquirir un carácter "decisionista". Según esta última concepción, la voluntad del legislativo debe prevalecer sobre el comportamiento individual hasta el punto de propiciar la formación de un orden concreto. Dicho de otro modo; el derecho no consiste en normas abstractas que, al delimitar el campo del comportamiento individual, hacen posible la formación de un orden espontáneo basado en el oportuno desarrollo de las iniciativas individuales. Antes al contrario, el derecho constituye un instrumento de ordenación u organización que convierte al individuo en servidor de determinados propósitos.

Uno de los ejemplos más recientes de esa legislación abrasadora y dictatorial es la Ley Antitabaco aprobada en la legislatura anterior que invade sin ningún tapujo aspectos íntimos de las vidas de sus destinatarios. Como tantas otras intervenciones, ese texto pretendió regular minuciosamente casi todas las cuestiones relacionadas con el tabaco, un producto objetivamente nocivo para la salud de los fumadores y quienes les rodean. Corroborando lo indicado sobre los caprichos de los ministros, llevamos meses de maceramiento por parte de la titular del Ministerio de Sanidad para presentar como indefectible un retorcimiento de los contenidos de esa Ley. Específicamente, ha anunciado que la prohibición será total en bares y restaurantes atropellando desvergonzadamente las previsiones de hace tres años, las cuales permiten a esos establecimientos elegir si permiten fumar a sus clientes o habilitar espacios separados para ellos si cuentan con una superficie superior a los cien metros cuadrados. La presentación del proyecto de ley de reforma se fecha para el mes de enero porque antes, añade la ministra, debe llegarse a un consenso con los grupos parlamentarios.

No tengo noticia de estudios solventes sobre el grado de cumplimiento de la Ley actual. Tan solo de estadísticas que apuntan a que el pretendido objetivo de disminuir el número de fumadores ha fracasado estrepitosamente, ya que el número de éstos ha aumentado desde su vigencia. Probablemente, pues, los ingresos que el estado percibe por la tributación del tabaco no han caído tampoco. Sin embargo, cabe aventurar una escasa incidencia en los bares pequeños diseminados por las ciudades y pueblos españoles y son perceptibles los incumplimientos vergonzantes, como el de aquellos que se refugian en la intimidad relativa de los cuarto de baño de su lugar de trabajo para prender su cigarrillo, y los abiertos, como los que se comprueban por los locales de ocio nocturno con independencia de su tamaño.

Aun con todo, tenemos un caso paralelo protagonizado por nuestros vecinos franceses, cuya casta política mantiene un tradicional ascendiente sobre la que soportamos los españoles desde hace siglos. Normalmente experimentan con ellos antes que con nosotros, por lo que, teniendo en cuenta que las diferencias de comportamiento son anecdóticas, podemos tomar como referencia las reacciones que se han producido allende los Pirineos ante la medida estrella que se anuncia aquí.

Según nos cuenta escandalizada la revista Time –uno de los libelos de la corrección política global– la prohibición total de fumar en sitios cerrados impuesta en Francia hace tres años está sufriendo una abierta contestación después de un periodo de aparente obediencia. El atribulado periodista comienza por insinuar la predisposición de los franceses a no cumplir las leyes. Sin embargo, pasa a considerar que, en realidad, la culpa es del Gobierno por no tener un sistema represivo efectivo para imponer las multas de 200 euros previstas para los que fumen en lugares prohibidos. En las empresas los jefes miran a otro lado cuando los empleados se echan un pitillo en su puesto de trabajo o al lado de la máquina de café, lo cual parece plausible dadas las temperaturas que deben aguantarse a cielo abierto en invierno. Otro tanto ocurre con los dueños de bares y restaurantes donde las terrazas cubiertas temporales se han tornado en lugares fijos para fumadores, soslayando la prohibición que también afecta a esos espacios.

Sin que el periodista lo advierta, el camarero de uno de esos establecimientos le aporta el enfoque que, por mi parte, defiendo: "Tenemos que convivir juntos y este tipo de compromisos lo hace posible. ¿Ve usted a alguien que se queje?". Todas estas invasiones en la vida privada de los individuos deberían ser abolidas con carácter inmediato. En su lugar, debería optarse por una regulación mínima basada en el respeto del derecho de propiedad privada de los dueños de los establecimientos y la libertad de los individuos para relacionarse con los demás en un toma y daca que supone llegar a acuerdos (o simplemente renunciar a ello, evitando compartir espacio) sobre conductas que pueden dañar a otros.

Como se ve por experiencias ajenas, si los parlamentarios españoles no sacan fuerzas de flaqueza para impedir que este nuevo atropello se consuma, deberán atenerse a las consecuencias de una rebelión silenciosa.

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