La tradición literaria occidental muestra su primer testimonio en la Ilíada y la Odisea de Homero. Ambas están relacionadas en su temática con la guerra de Troya, un acontecimiento que históricamente tuvo lugar en el siglo XIII a.C. y cuya realidad fue enmascarada, como es habitual, por la transmisión oral a lo largo de los siglos. Pretendemos aquí bucear de forma sucinta en la primera de esas obras para descubrir aquellos aspectos de su contenido en los que podemos vislumbrar los primeros vagidos de lo que sería, andando unos siglos más, la democracia ateniense. La Ilíada es para este propósito fundamental porque era el libro de texto en el que los niños griegos aprendían a leer y a escribir, y donde recibían los conocimientos básicos que los integraban dentro de su polis y del universo mental helénico. No debe, pues, ser extraño considerar que de alguna manera las palabras atribuidas a Homero también estén en el inicio del largo camino que llevó del régimen monárquico basado en el caudillaje militar presente en la Ilíada a un régimen democrático asambleario.
La sociedad y las relaciones políticas reflejadas en la obra corresponden a una organización de estilo feudal. En lo más elevado de la pirámide se encuentra el rey de reyes, Agamenón, rey de Micenas, la ciudad más poderosa de Grecia en los tiempos de la guerra de Troya. El monarca es reconocido como un primus inter pares y posee el poder ejecutivo. Detrás de él están los reyes de las distintas ciudades que se han embarcado en la guerra contra Troya. Todos ellos forman una asamblea que discute la marcha de los asuntos públicos, pero que no tiene capacidad ejecutiva. Más abajo está el conjunto de servidores y tropas auxiliares que sirven de acompañamiento a los caudillos y que asisten a las asambleas sin tener voz ni voto. Finalmente, nos encontramos a los esclavos, gente capturada en su mayor parte durante el curso de la guerra.
Esa asamblea de reyes es la institución que podemos señalar como antecedente del régimen democrático. Su nombre en griego es agorá, término que encontramos en español como ágora. En ese órgano sólo pueden hablar los reyes que asisten a la guerra. En la agorá aparece una de las características del espíritu helénico que más ha influido en los rasgos identificativos de la cultura occidental. En ese órgano la palabra tiene el papel predominante. De este modo, la Ilíadano sólo se plantea como una narración de las hazañas de los hombres, sino como ámbito de exposición de las palabras que esos hombres valientes dijeron en sus reuniones.La asamblea y la palabra son los elementos distintivos de lo que andando los siglos será la democracia ateniense.
Ahora bien, la palabra precisa para desarrollar sus capacidades de un marco en el que la libertad de expresión sea un principio irrenunciable. Ya en Homero vemos cómo esa libertad de expresión debe ser respetada en todos sus términos y cómo goza de una total inmunidad frente al poder, en este caso representado por Agamenón. Una vez que su cetro, símbolo de inmunidad, ha sido depositado por el kéryx (heraldo) en manos del orador, el rey de Micenas debe oír sin oponerse aquello que los demás reyes digan de él y de su política.
Una prueba de lo que se veía obligado a escuchar el rey de Micenas sin que nada pudiera hacer contra su acusador Aquiles, son las palabras que éste le dirige nada más comenzar la obra, en la primera asamblea que recoge la obra. Allí Aquiles llega a insultar a Agamenón y a cuestionar su labor como jefe del ejército por una actuación suya que considera arbitraria y abusiva (Canto I, versos 150-172). Aunque Aquiles deba someterse a la decisión del jefe supremo, su cuestionamiento del poder es radical. El papel, que ese mismo poder cumple en la obra, queda desacreditado cuando el propio Agamenón debe ceder finalmente y pedir al héroe ofendido su regreso al campo de batalla.
Los héroes de la Ilíadaeran miembros de una clase social elevada, a la que pertenecían por derecho de sangre, pero esta condición no les eximía de tener que demostrar continuamente su superior cualidad en dos ámbitos: su valentía en el combate y su pericia en el discurso. Esta superior cualidad personal es denominada en griego areté, término que debe entenderse como excelencia. Esa noción de areté era asimilada por el futuro ciudadano mediante una formación intelectual fundada en los versos de la Ilíada.La evolución política ateniense llevó de un régimen monárquico semejante al reflejado en la Ilíada, a uno aristocrático y, finalmente, a uno democrático provocando que, paulatinamente, esa potencialidad de actuación en el ámbito público y la existencia de una areté innata fueran transvasándose de la vieja nobleza de sangre hacia cualquier varón que hubiera nacido en Atenas, hijo de padre y madre atenienses. Así, del mismo modo que el héroe griego, protagonista en exclusiva de la épica, debía mostrar su superior cualidad en el combate y en la asamblea de reyes, del ciudadano ateniense se esperaba que fuera valeroso en la falange de hoplitas durante el combate, en la que formaba codo con codo junto a otros conciudadanos suyos, y que participara activamente en la asamblea popular (ekklesía), sede de la soberanía del estado ateniense. La areté en la democracia es, como en el caso de los antiguos personajes de la épica, un deber del ciudadano que lleva aparejada la existencia de una serie de derechos para poder ejercerlo.
Quizá comprendiendo el enorme poder subversivo respecto al autoritarismo que se desprenden de algunos de los versos de Homero y su aroma liberal avant la lettre se explique por qué el legado de la antigüedad grecolatina ha sido expulsado por el poder dominante de las aulas donde actualmente pacen, más que aprenden, nuestros jóvenes.
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