Las reacciones de una parte del islamismo a las caricaturas de Mahoma publicadas el 30 de septiembre por un diario danés sugieren una cuestión de cierta importancia, y que se refiere a la responsabilidad de quien comete un acto violento y de quien le incita, recomienda o provoca a hacerlo. ¿Qué parte de responsabilidad tienen los caricaturistas en las piedras estampadas contra las oficinas danesas en Siria, por ejemplo? O, por poner otro ejemplo, el líder espiritual que le promete a un joven sin mayor esperanza en este mundo y sin más enseñanza que la del inmenso odio que es capaz de albergar y que ha aprendido desde niño que alcanzará la gloria eterna y aliviará la situación económica de su familia si cumple con su misión divina de matar al mayor número de infieles que sea capaz. ¿Qué responsabilidad tiene en el acto final hecho en nombre de Alá? Los posibles ejemplos son infinitos.
El problema es saber de qué estamos hablando. Hay que diferenciar entre el criterio ético de lo que es legítimo o no, del moral. El criterio para determinar si un acto es legítimo es (saltándonos todas las dificultades previas hasta llegar a este punto), si viola la vida o la propiedad ajena, por el uso o la amenaza del uso de la violencia física. En estos ejemplos, quien lanza la piedra contra un edificio o quien se hace estallar henchido de emoción porque su suicidio y asesinato múltiple le llevará al cielo, rodeado de bellas huríes. Pero, además de esta responsabilidad, ¿no se le pueden sumar las de sus provocadores o inductores? Uno podría plantearse si el inductor pone las circunstancias del actor de tal forma que no puede actuar de otro modo. ¿No sería entonces también él responsable?
Desde el punto de vista de la responsabilidad última, del criterio de la legitimidad o ilegitimidad de un acto, hay un hecho que no debemos dejar de tener en cuenta: Uno siempre, insisto siempre, tiene la opción de actuar moralmente. Siempre. En cualquier situación. Por muy compleja que sea. Los llamamientos ajenos, las recomendaciones, las
sugerencias, las provocaciones. Nada justifica una acción inmoral, porque al final siempre está uno solo ante la elección de un curso u otro de acción. El islamista que he descrito con el cuerpo rodeado de bombas puede cambiar de opinión en el último momento.
El argumento de criticar a quien “va provocando” puede servir para prohibir actos que son perfectamente legítimos. Los fascistas tienen todo el derecho a entonar cánticos
patrióticos con la bandera preconstitucional en Rentería. No se les puede prohibir porque haya quien se sienta ofendido. Y si alguien responde con violencia, no puede escudarse en que los fascistas "iban provocando". Por las mismas razones por las que un juez no puede exonerar a un violador porque la víctima lleva pantalones vaqueros o minifalda.
Este límite de la responsabilidad última en el actor es un corolario de una idea muy querida de quienes comparten la visión del actuar del hombre de la Escuela Austríaca. Y es que no hay una causa externa automática del comportamiento humano. Puesto que no la hay, nadie desde fuera puede modificar de tal modo las circunstancias del actor que le lleven como máquina sin voluntad a un resultado predefinido. Ese elemento de decisión última sitúa también la última responsabilidad en el actor, y no en sus provocadores o inductores.
¿Quiere ello decir que no hay provocaciones, que no existe el apremio o la inducción? No. Una cosa es que las respuestas a las circunstancias o a los comentarios o llamamientos de otros no sean automáticas y otra que éstas no tengan influencia. Pero la condena que puedan merecer no se sitúa ya en el ámbito del derecho, sino en el mero juicio moral. Al igual que las provocaciones o inducciones pertenecen al mundo de las ideas y no llegan al uso o la amenaza del uso de la violencia física, la condena que puedan merecer sólo puede ser la expresión de una idea.
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