«Hay entre 9 y 11 millones de extranjeros ilegales viviendo entre nosotros a los que nunca se les ha comprobado su historial criminal y a los que nunca se les ha filtrado contra bases de datos de terroristas». Tom Tancredo.
«Vivir en libertad, en cierta medida, significa vivir peligrosamente». Chandran Kukathas.
«No veo cómo se puede tener una buena política de seguridad sin un buen programa de trabajadores-huéspedes». Tom Ridge, ex secretario del DHS.
Los atentados del 11-S han intensificado los sentimientos nativistas. Desde entonces, la mezcla de la inmigración ilegal con el terrorismo ha sido frecuente en muchas personas, especialmente en los EE UU. Dicha lógica es difícil de entender.
Ha habido un cambio de percepción de la inmigración en los EE UU. El hecho de que ésta fuese inicialmente competencia del Departamento de Trabajo para luego pasar al de Justicia y, finalmente, al de Seguridad Nacional es todo un síntoma.
Se alega que los incesantes aumentos de los recursos para el control de la inmigración en los EE UU están justificados por motivos de seguridad nacional (siendo el terrorismo una de sus prioridades, supuestamente). No obstante, la mayor parte de dichos recursos en infraestructuras y personal de patrulla va dirigido hacia la frontera con México, cuando se sabe que en ese país no existe terrorismo organizado (islamista o de otro tipo como sucede en Colombia). En todo caso, puede haber alguna mayor probabilidad de haberlo en Canadá, frontera muchísimo menos vigilada. Por tanto, los motivos aducidos para gastar más en controlar la llegada de la inmigración nada tienen que ver con la lucha anti-terrorista.
¿Limitar el turismo y la llegada de estudiantes tras el 11-S?
Todos los integrantes terroristas de los atentados del 11-S entraron con sus visados legales correspondientes por la frontera de los aeropuertos de los EE UU en calidad de turistas, estudiantes u hombres de negocio; ninguno lo hizo como inmigrante. Los padres de los dos hermanos terroristas del atentado del maratón de Boston entraron también como turistas y luego pidieron asilo para ellos y sus hijos. Sin embargo, casi nadie propone por ello restringir severamente el turismo, las visitas de hombres de negocio, las concesiones de asilo o la estancia de estudiantes tal y como sucede con la inmigración en nuestros días.
Debemos recordar que el número de inmigrantes es una exigua fracción de extranjeros que acceden cada año a un país cualquiera. Por ejemplo, anualmente se estima que entran en los EE UU unos 800.000 inmigrantes –entre legales e ilegales- pero son más de 65 millones de foráneos los que traspasan sus fronteras cada año. La mayoría de ellos entran con visados de turismo o por motivos de negocios. Por su parte, entran al año en Norteamérica unos 750.000 extranjeros jóvenes en calidad de estudiantes o por intercambios de visitas según el ICE.
Para que nos hagamos una idea del tamaño de lo que entra en juego, dicho país cuenta con 216 aeropuertos internacionales, 143 puertos (con la recepción de casi 9 millones de contenedores al año) y 115 instalaciones terrestres adicionales que pueden servir de puertos de entrada o paso de camiones.
Son desproporcionadamente muchos más los que se mueven de un país a otro como turistas o visitantes ocasionales que como inmigrantes. Los visados de turismo o por motivos de negocio se conceden generalmente con suma facilidad y con mínimas restricciones. No tiene mucho sentido venir de fuera a trabajar –con toda la dificultad o gestiones burocráticas que ello entraña- para servir de coartada a la comisión de atentados posteriores.
Si desde el punto de vista de la seguridad nacional una persona es considerada segura para concederle un visado de turismo, de negocios o de estudiante, no se entiende muy bien por qué razón puede denegárselo a un inmigrante sobre la misma premisa. Esto es inconsecuente.
Lo que va a impedir que los cónsules nacionales emitan visas a los terroristas procedentes del exterior no es una política inmigratoria restrictiva y severa sino una adecuada política antiterrorista complementada con una labor de inteligencia (tanto en el interior como en el exterior del país).
Incrementar la vigilancia en casos excepcionales
Pueden darse ocasionalmente situaciones de mayor peligro de lo normal para un país, por lo que sería justificable tomar medidas excepcionales de incremento de control fronterizo para todos los que pretendan traspasarlo (la amenaza de guerra o actos de terrorismo continuados como sucede en Israel serían razones más que suficientes).
Estas medidas de mayor vigilancia debieran, no obstante, aplicarse de forma temporal. Es bueno que exista siempre entre la población una sana desconfianza ante las mismas o manifestar rechazo abierto en caso de que persistan cuando el peligro se haya extinguido. En este sentido Chandran Kukathas nos previene sobre el riesgo a que tales medidas atípicas del gobierno se prolonguen más de lo necesario tal y como sucedió en Malasia con la Ley de Seguridad Interior que permitía arrestar y detener sin juicio a sospechosos de insurgencia comunista en los años 60. Dicha ley permaneció en vigor unos 25 años, muchos años después de que dicha amenaza se desvaneciera.
Pretender erradicar por completo los actos terroristas es algo imposible. Por tanto, los miembros de las democracias liberales debieran estar siempre vigilantes a los controles estatales excepcionales en nombre de la seguridad nacional porque implican necesariamente merma para la libertad de todos (incluidos los propios nacionales). Otorgar demasiado poder a los representantes del Estado en nombre de la seguridad nacional a fin de cuentas acaba dañando y socavando los principios conformadores de la propia sociedad libre y abierta (el objetivo que persiguen todos los terroristas). Así de compleja y de delicada es la denominada lucha anti-terrorista.
Opinión de los que saben en los EE UU
Dado que los recursos son limitados, proteger todas las entradas posibles con la misma intensidad es completamente inviable. Se debe cribar. En el caso de los EE UU hay que priorizar. Consumir enormes recursos en la frontera mexicana con la excusa de la seguridad nacional es derrochar dinero público. Janson Riley escribe en su libro Let Them In que militarizar la frontera sur con la excusa de parar al próximo Mohamed Atta es como tomar un laxante para tratar la psoriasis. Un sinsentido, además, costoso.
El problema no es la escasez de patrullas sino cómo están siendo utilizadas las mismas. Michael Chertoff, ex secretario también del Departamento del Homeland Security (DHS), lo tiene muy claro; cuando se tiene a buena parte del personal de seguridad dedicado todo el día a vigilar, transportar, registrar o deportar a inmigrantes por motivos económicos es una distracción de lo que debería ser la prioridad número uno de su organismo: vigilar y perseguir a los miembros de los narcos o de cuadrillas de criminales. Lo mismo sucede con la policía estatal y local que tienen cosas mucho más importantes que llevar a cabo que vigilar a inmigrantes que carecen de documentos.
Por otra parte, se sabe que los departamentos policiales de las grandes ciudades de los EE UU muestran reservas, cuando no enojo, al tener que aplicar las leyes federales de inmigración porque ello les hace ser menos efectivos en su trabajo diario. Además de desviar personal y tiempo hacia donde no ven peligros graves para la sociedad, alegan que si los inmigrantes perciben a la policía local como un cuerpo de control inmigratorio y, por tanto, como agentes de deportación, acaban siendo más reacios a colaborar con la misma en la denuncia de delitos o en las investigaciones que llevan a cabo, lo que hace a fin de cuentas menos segura la ciudad.
Tratar a los inmigrantes como amenaza terrorista es errar el tiro y un verdadero despilfarro al dejar de emplear recursos en donde más falta hace: en combatir y prevenir en la medida de lo posible crímenes y verdaderos actos terroristas.
Su predecesor en el cargo de la DHS, Tom Ridge, después de muchos años empleados en vigilar las fronteras de los EE UU, ha llegado a una reveladora conclusión: con la globalización y las mayores interrelaciones entre países lo mejor es combinar una postura defensiva en las fronteras, una labor de inteligencia y unos mecanismos de coordinación entre policías y justicia de países vecinos que detecten las amenazas reales junto con un ambicioso programa de trabajadores-huéspedes para poder legalizar fácilmente a todos aquellos que quieren venir a trabajar. Con ello se estaría trabajando eficientemente a favor de la seguridad del país.
La inmigración no es un delito. Debería incluirse en la agenda de los representantes del Estado como política de trabajo y de desarrollo, no como política de seguridad. Son deducciones sensatas de un hombre cargado de experiencia que quiere lo mejor para su país. Tal y como apunta, esas medidas conjuntas son «en nuestro interés económico, en nuestro interés por la seguridad y por nuestros intereses globales».
Los políticos y legisladores harían bien en escuchar a los que saben y no se guían por meros temores irracionales o falsas intuiciones cognitivas.
Este comentario es parte de una serie acerca de los beneficios de la libertad de inmigración. Para una lectura completa de la serie, ver también I, II, III, IV, V, VI, VII, VIII, IX, X y XI.
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