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Inmigración (XXIV): ¿Contraejemplo japonés?

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Se vislumbra otra crisis aún peor para Japón que la que lleva padeciendo más de dos décadas, la demográfica, que amenaza con retrasar todavía más el ansiado crecimiento económico

“Donde piensan cien personas, hay cien poderes; si mil personas piensan, mil poderes hay”. Soichiro Honda.

“Podremos ahora estar en una recesión, pero está claro que no tenemos futuro sin trabajadores extranjeros”. Hidenori Sakanaka.

«Debemos dejar de admitir a trabajadores no cualificados en Japón. Debemos asegurarnos que incluso los trabajos de las tres K se paguen bien y sean ocupados por japoneses. No creo que Japón deba convertirse nunca en una sociedad multiétnica». Jiro Kawasaki.

«Hay una falta de urgencia o falta de entendimiento acerca de la crisis por el descenso demográfico en Japón». Satoru Tominaga.

La economía japonesa lleva más de dos décadas estancada. Parece como si su sistema planificado de conglomerados industriales hubiera entrado en barrena y el país se hubiera resignado a convivir con ello. Además se vislumbra otra crisis aún peor, la demográfica, que amenaza con retrasar todavía más el ansiado crecimiento económico y obstaculizará los esfuerzos para hacer frente tanto a sus déficits presupuestarios crónicos como a la previsible quiebra de su sistema de seguridad social.

El mantenimiento de la relevancia económica de Japón en las próximas décadas dependerá, entre otras cosas, de su capacidad -y su voluntad- para crecer mediante la búsqueda de ayuda externa. Ésta no es otra que permitir una mayor entrada de trabajadores extranjeros.

Homogeneidad histórica

El país nipón ha sido tradicionalmente una sociedad extremadamente homogénea sin apenas extranjeros (mayormente coreanos) que han representado siempre menos del 1% de la población. Sus ciudadanos han estado (y siguen estando) a favor de preservarse como sociedad racialmente uniforme. Con la globalización hodierna su población extranjera ha alcanzado los 2,2 millones de personas, lo que supone sólo el 1,7% de su actual población total, según datos de 2010 de la OCDE (la mayor parte de ellos son, por este orden, chinos, coreanos, brasileños y filipinos).

Japón consta de un conjunto de islas cuyos dos tercios de superficie son montaña (mucha de ella volcánica), dificultando desde siempre el transporte y la agricultura en el interior del país. Sólo el 11% de su superficie es apta para el cultivo. Las precipitaciones son abundantes y los terremotos son allí frecuentes. En el pasado fue, lógicamente, emisor permanente de emigrantes hasta que empezó a industrializarse. Su densidad poblacional se encuentra hoy entra las más altas del mundo.

El Japón moderno viene concediendo sólo unos 50.000 visados de media al año, una ridiculez si tomamos en cuenta el calibre de su mercado. Un sondeo de hace unos pocos años en el periódico Asahi Shimbun preguntó a los japoneses si aceptarían más inmigrantes para “mantener la vitalidad de la economía”. Un 26% se mostró favorable a dicha idea y un 65% se opuso a la misma.

¿Contraejemplo liberal?

Aunque la restauración Meiji estuvo originalmente inspirada por un sentimiento anti-extranjero, los gobernantes de Japón pronto se dieron cuenta que aquello avocaba a un callejón sin salida. En su lugar, se esforzaron por adoptar las técnicas de la civilización occidental, por muy foráneas que fueran. Tras la revolución Meiji, Japón se sumó a las naciones más prósperas del mundo. Aquello tuvo mucho mérito.

Aplicaron para ello una buena dosis de dirigismo estatal y de restricción a la inmigración. Este caso histórico pareciera desmentir los postulados liberales. Con respecto a la primera circunstancia, hay que recordar que también ha habido intervención (y mucha) en los países desarrollados; lo que han hecho prósperos a los países en general ha sido una seguridad jurídica y unas instituciones estables y predecibles para que con el escaso espacio permitido al libre mercado pudiera éste desplegar sus efectos beneficiosos sobre el conjunto de la economía.

Con respecto a la segunda, es cierto que la política tradicional de Japón ha sido la de dificultar la inmigración y, sin embargo, ha progresado. Los motivos de esto se han mencionado antes pero también la cultura laboriosa de sus gentes y sus sostenidos índices de natalidad a lo largo del tiempo han hecho innecesaria hasta tiempos recientes la llegada de inmigrantes extranjeros. Hay que recordar sin embargo que, tras la Segunda Guerra Mundial, mientras experimentaba su milagro económico, el gobierno logró atraer a muchos emigrantes de origen nipón que vivían en el exterior.

El dilema actual

Desde 1990 Japón ha padecido una alarmante falta de mano de obra en no pocos sectores que pilló a sus dirigentes desprevenidos; esto les llevó a elaborar sobre la marcha programas públicos de trabajadores-huéspedes. Para rellenar los vacíos en su fuerza laboral autóctona se emitieron solo unos cuantos miles de visados de trabajo a descendientes de emigrantes cuyos padres y abuelos japoneses emigraron hacía tiempo a las plantaciones de Brasil o Perú.

Aquellos trabajadores temporales llegaron a un país con aversión congénita hacia la inmigración. Desempeñaron sin problema los puestos que los propios japoneses tenían clasificados como “empleos de las tres K” (Kitsui, kitanai, kiken, es decir, duro, sucio y peligroso).

A causa de la fuerte bajada en la demanda de productos nipones durante la reciente recesión mundial, la producción industrial se contrajo y la caída de las exportaciones registraron su máximo nivel de los últimos años. Sin embargo, las proteccionistas leyes laborales que siguen vigentes desde los años 70 hacen que en Japón sea muy difícil despedir a trabajadores. Los costes laborales apenas se pudieron reducir vía ajustes de empleo, por lo que la opción más utilizada para las compañías fue reducir los costes recortando salarios.

Esto sucedía mientras sectores enteros de su economía padecían escasez de mano de obra y mientras su población envejecía a marchas forzadas. Los dirigentes nipones, está claro, son poco proclives a abrirse a la inmigración.

Más recientemente, siguiendo los ejemplos de varios países de la OCDE, Japón ha puesto en marcha un nuevo sistema de búsqueda de talento, ya sin relación con ancestros nipones, basado en puntos para evaluar a los candidatos. Éstos suman créditos conforme a su formación académica, su investigación llevada a cabo o su experiencia empresarial, entre otros factores. Los candidatos que tengan una calificación más alta -sobre todo profesionales como médicos, profesores y ejecutivos corporativos- se le da por parte de las autoridades niponas un trato preferencial.

Los programas de invitación a trabajadores en otros sectores donde Japón tiene mucha necesidad (enfermeras y cuidadores fundamentalmente) han traído allí también a unos cuantos miles de inmigrantes. Indonesios y filipinos vienen a cuidar a una vasta y creciente población envejecida. Sin embargo, según las normas japonesas, este tipo de empleado ha de pasar necesariamente un examen de certificación pasado un cierto tiempo si desea continuar su residencia allí. Debido al lobby sindical nativo, se ha convertido de facto en un muy exigente examen de idioma que apenas casi ningún extranjero logra superar. Además, al tercer intento fracasado, a casa. Para colmo, hemos de tener en cuenta que los ciudadanos japoneses tienen prohibido por ley contratar directamente en sus casas a trabajadores extranjeros por su cuenta y riesgo.

Como remate final, a los dirigentes japoneses no se les ocurrió mejor remedio que incentivar a los trabajadores inmigrantes a que hicieran sus maletas y se marcharan del país pagándoles a tanto alzado (unos 3,000 USD a cada uno para cubrir los gastos de viaje). Este incentivo y la dificultosa integración de los inmigrantes en su mercado ha inducido al éxodo de no pocos inmigrantes que habían logrado asentarse allí.

Esto es completamente ilógico, especialmente en un momento en que su demografía está pidiendo a gritos un aumento de mano de obra extranjera. Se está llegando a un punto en que dicha necesidad es ya acuciante en un país cuya compleja lengua y su resistencia a convivir con extranjeros lo hacen particularmente impermeable.

Pérdida de glamour

A la larga estas torpes políticas podrían perjudicar mucho a Japón. Sectores como la agricultura, la enfermería o el cuidado de los ancianos sufren gran escasez de mano de obra. Pese a ello, siguen siendo muchas las barreras a la inmigración. No son sólo los trabajadores extranjeros de reciente admisión los que se pueden encontrar con obstáculos. En algunos casos, también aquellos inmigrantes que han vivido en Japón durante décadas.

Entrar ilegalmente en Japón es una infracción grave y puede acarrear al infractor una condena de tres años en prisión. Asimismo, una tupida red de normas, regulaciones y complejos procedimientos desalienta a los foráneos a establecerse en el país.

Japón está perdiendo su atractivo, incluso para los admiradores de su tecnología de vanguardia y de las oportunidades de trabajo que parecen interminables en su sociedad de consumo desarrollado. La obcecación de sus gobernantes por mantener una economía muy planificada y sobre endeudada a base de medidas keynesianas (vía gasto público e inflación tipo abenomics) no está ayudando tampoco.

La nación nipona está también perdiendo talento interno en algunas industrias. Los bancos de inversión, por ejemplo, están moviendo más miembros de su personal a centros empresariales y comerciales como Hong Kong o Singapur al tener regímenes de inmigración y fiscales más amigables, menores costes de vida y cuyas poblaciones locales hablan mejor inglés.

Una nación de ancianos… y de robots

Ciertamente el reloj del tiempo demográfico de Japón sigue su curso implacable. La población nipona actual de 128 millones está experimentando un rápido envejecimiento; se reducirá en un tercio para el año 2060. Dentro de poco el 40% de las personas de allí tendrá más de 65 años. Con una expectativa media de vida de 85 años para los hombres y 87 años para las mujeres, los japoneses son de los más longevos del mundo. Las previsiones, además, son que dichas expectativas del promedio de vida se alarguen todavía más con el tiempo.

Los índices de fertilidad están bastante por debajo del nivel de reposición poblacional (1,39). Este índice tiende a empeorar; a consecuencia de ello, podrá llegar a perder, si nada lo remedia, un millón de personas al año en las próximas décadas.

A medida que la población envejezca, los derechos a beneficios se comerán una proporción cada vez mayor del gasto nacional y supondrá más presión fiscal sobre un porcentaje cada vez más pequeño de contribuyentes en edad de trabajar. El sistema de seguridad social y de pensiones no está diseñado para reflejar dicha progresión tan rápida hacia el envejecimiento. Los gobernantes están subiendo los impuestos para financiar esa carga. También están alentando a las familias a tener más hijos, dándoles 165 USD aproximadamente al mes por cada niño. No han faltado voces para prohibir el aborto. Pareciera como si las autoridades japonesas estuvieran improvisando y poniendo meros parches a una gran presa con fugas. Nada de eso será suficiente para revertir la negativa tendencia demográfica.

En 2013, el gobierno japonés anunció ufano que iba a invertir unos 20 millones de USD al año en subsidios a la investigación en robótica para el cuidado en los hogares de sus mayores. Esto podría suplir efectivamente la carestía de trabajadores nacionales para el cuidado de ancianos sin tener que recurrir a la inmigración, pero los robots -a diferencia de los inmigrantes- no pagan impuestos, no inician negocios, ni contribuyen directamente a una economía en crecimiento. Esta medida puede hacer más fácil sobrellevar el envejecimiento poblacional del Japón pero –a diferencia de los inmigrantes- no va a lograr hacer más joven a dicha nación otra vez.

El gran reto futuro para Japón    La inmigración moderna presenta un escenario novedoso para el país nipón. Hasta ahora ha sido escasamente receptivo a la inmigración a pesar de su, por otro lado, alto nivel de integración con la economía mundial. Antes o después tendrá que incorporar a un número mucho mayor de trabajadores venidos de fuera aunque solo sea para evitar un escenario alternativo peor. Ese camino no será nada fácil de transitar allí y acarreará fricciones culturales debido al temor ancestral hacia el extranjero y a un nacionalismo exagerado muy arraigado aún.

Japón está casi obligado a adoptar políticas más abiertas hacia la inmigración. Algunos demógrafos calculan que necesitará, al menos, a un millón de inmigrantes al año. En el pasado los nipones se han enfrentado a grandes desafíos y obstáculos y han logrado superarlos siempre. Es de esperar que también en este caso lo vuelvan a hacer. Su futuro bienestar así lo requerirá.


Este comentario es parte de una serie acerca de los beneficios de la libertad de inmigración. Para una lectura completa de la serie, ver también: I, IIIIIIVVVIVIIVIIIIXXXIXIIXIIIXIVXVXVIXVIIXVIIIXIXXXXXIXXII y XXIII.

1 Comentario

  1. Las personas tenemos derecho
    Las personas tenemos derecho a ir libremente a donde nos plazca, pero a estas alturas ese donde nos plazca suele estar ocupado previamente por otras personas que solo compartirán su espacio si consideran que les aportamos algún valor.

    Las personas, allá a donde vayamos, llevamos con nosotros nuestra capacidad de trabajo, nuestro saber hacer y nuestra cultura que son valores si se necesita trabajo, falta conocimiento o la cultura local es abierta.

    Si aporto trabajo, conocimiento y respetuosa diversidad, soy imprescindible, si aporto necesidad de subsidios, cero conocimiento y conflicto cultural, soy un problema.

    El carnet de ciudadano del mundo me lo otorgo con mi esfuerzo por ser valioso para los demás.


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