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James M. Buchanan y la Escuela de la Elección Pública

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Las contribuciones de Buchanan quedarán marcadas por sus estudios sobre el funcionamiento real de los procesos políticos.

Antes de las dos Guerras Mundiales, la participación del Estado sobre la economía era mínima. En la segunda mitad del siglo XX alcanzó niveles elevados. En este contexto, James Buchanan se preocupó esencialmente por entender «cómo funciona la política en la práctica»…

Nacido en EE. UU. el 3 de octubre de 1919, James McGill Buchanan estudió en la Universidad de Tennesse y se doctoró, en 1948, en la Universidad de Chicago. Luego, emprendió una carrera académica en la George Mason University y también fue una figura central de la Escuela de Economía Política de Virginia.

Si bien realizó numerosos aportes a la ciencia económica, sus contribuciones quedarán marcadas en la historia del pensamiento económico y político por sus estudios sobre el «funcionamiento real de los procesos políticos», caracterizado por la aplicación de las herramientas del análisis económico a la política.

Las inquietudes acerca de este campo de investigación surgieron en relación con el notable incremento de la intervención del Estado en la economía tras la Segunda Guerra Mundial y la incapacidad de los economistas para comprender este fenómeno.

Más allá de algunas excepciones como Arthur Bentley, según Buchanan, «los economistas no estaban dedicando mucha atención a cómo funcionaba el Gobierno porque estaban preocupados por cómo funcionan los mercados y cómo las personas se comportaban en relaciones de mercado».

En este marco, ejerció gran influencia sobre su pensamiento una obra de Knut Wicksell titulada A New Principle of Just Taxation (Un nuevo principio de imposición justa). En palabras del propio Buchanan:

«Wicksell decía a los economistas: dejen de actuar como si estuviesen aconsejando a un déspota benévolo. No los van a escuchar de todos modos, así que deténganse, desperdician su tiempo y gastan sus fuerzas. Y dijo: si quieren mejorar los resultados políticos, entonces tienen que cambiar las reglas. Nunca van a lograr que los políticos hagan otra cosa que representar los intereses de los votantes a quienes representan. Así que si tienen una cámara legislativa, deberán esperar que el congreso genere resultados que gozarán del apoyo de la mayoría de los grupos representados por esta legislatura. Puede o no surgir un resultado eficiente de esto, pueden o no surgir buenos proyectos que valgan su costo. ¿Cómo cambiar esto? Cambiando las reglas, avanzando de la regla de la mayoría hacia la regla de unanimidad, hacia un consenso»

Buchanan definió a este programa de investigación, sobre el que trabajó durante más de medio siglo, como la «política sin romance». Quitándonos las «gafas rosadas» —según sus propias palabras— con las que percibimos a la política, podremos verla como lo que realmente es. 

Así, ¿cuál es el terreno de juego de la política? ¿Cómo se comportan los políticos y los votantes? 

En un artículo titulado «La perspectiva de la elección pública», Buchanan definió a su teoría de la «elección pública» como aquella «perspectiva acerca de la política que surge de una extensión y aplicación de las herramientas y métodos de los economistas a la toma de decisiones públicas o colectivas». 

Guiado por su individualismo metodológico, Buchanan entiende que, en última instancia, los que toman las decisiones de gobierno son los individuos. El «homo politicus» es «homo economicus» y, al igual que un empresario, el hacedor de políticas públicas actúa fundamentalmente guiado por su propio interés. 

De esta forma, Buchanan pone en cuestión uno de los conceptos elementales de la democracia representativa: la delegación de los asuntos de los ciudadanos en manos de políticos profesionales. 

Precisamente, esta delegación hace que las pensiones, la educación, la salud, las relaciones laborales y también el medio ambiente queden a merced de decisiones burocráticas en manos de políticos que no necesariamente se guían por el «bien común». 

Pero, ¿cuál es la alternativa a este paradigma? 

Siguiendo a Wicksell, propone un cambio de reglas. Imaginemos que se presenta un proyecto público, ¿cómo estar seguros que amerita el gasto? Buchanan afirma que «el costo lo amerita si los que se benefician pagan lo suficiente para cubrir los costos del proyecto. Así que debe haber algún tipo de arreglo o esquema tributario por medio del cual uno puede lograr un acuerdo general unánime. Se puede utilizar la regla de la unanimidad como una medida contra la cual se calcula el nivel de eficiencia en el sector público». 

De esta forma, la regla de la unanimidad se presenta como la contrapartida «política» del óptimo de Pareto. Alcanza el óptimo porque implica la adhesión voluntaria a un determinado orden social por parte de «todos» los participantes, o en términos económicos, elimina la posibilidad de externalidades negativas como resultado de decisiones colectivas. 

Claro que, al mismo tiempo, la unanimidad en la toma de decisiones colectivas eleva considerablemente el costo del proceso decisorio. Teniendo en cuenta estos costos, que pueden llegar en muchos casos a impedir la toma de decisiones, Buchanan y Tullock sostienen que el individuo enfrentado a una elección constitucional podría decidir voluntariamente aceptar alguna regla menos rigurosa para la decisión de cuestiones de menor importancia. 

Por esa razón, cuestiones tales como el respeto a la vida, la propiedad y otros derechos individuales requerían del consenso unánime, mientras que otro tipo de decisiones menores podrían ser tomadas con grados de consenso menores, y por ende, con costos decisorios también menores. 

Este principio llevó a Buchanan a trabajar en lo que hoy se conoce como Economía Constitucional: «Mientras se tenga una constitución con la cual las personas están en consenso básico, se puede procurar ciertos resultados en términos de las reglas operativas que la constitución permite desarrollar. Desplazamos la norma wickseliana [de la unanimidad] hacia el nivel constitucional y argumentamos que, de hecho, es más probable alcanzar un acuerdo a ese nivel por la sencilla razón de que las personas no conocen el impacto que una regla particular tendrá sobre su interés personal identificable. Es más probable alcanzar un consenso entre más elevada sea la regla». 

La pregunta que surge entonces es: ¿a qué nivel corresponde una decisión acerca del grado de la gobernabilidad de la organización social? 

Para algunos, sobre todo economistas utilitaristas, se requiere una aproximación caso a caso y un cuidadoso análisis empírico para medir los pros y contras de la centralización y la descentralización, pese a que admiten que la heterogeneidad de las preferencias e intereses individuales lleva a que las distintas alternativas favorezcan o dañen determinados intereses con lo cual resulta difícil alcanzar conclusiones sin el apoyo de juicios de valor.

Esto es así porque sus modelos llevan implícito un modelo político basado en un déspota benevolente y eficaz que persigue (y alcanza) el bien común. Esto se articula principalmente en la denominada «función de bienestar social», el «bien común» que el déspota ilustrado habrá de perseguir. 

Otras escuelas económicas, particularmente la Escuela Austriaca o lal Public Choice, abandonan —como se ha dicho— esa presunción de benevolencia reemplazándola con la indiferencia o incluso con la malevolencia. 

Siguiendo con la aplicación de las herramientas del análisis económico a la política, Buchanan, tal como lo hiciera Tiebout originalmente, también asimiló el consumidor al votante quien, de la misma forma en que elige en el mercado el que considera mejor bien o servicio según sus necesidades, elige la comunidad «que mejor satisface sus preferencias por bienes públicos». 

En este sentido, el federalismo y la descentralización servirían para limitar las posibilidades de abuso tanto del Gobierno federal como de los Gobiernos locales, del primero porque los recursos se encuentran repartidos entre distintos niveles de gobierno, de los segundos porque existe la posibilidad de movilizarse. 

Galardonado con el Nobel de Economía de 1986 por sus trabajos en el área de Public Choice (elección pública), Buchanan publicó unos 300 artículos y 23 libros donde trató asuntos de finanzas públicas, tópicos monetarios y de política económica. Entre éstos, el más influyente ha sido The Calculus of Consent (1962), que escribió junto a Gordon Tullock, donde presenta un análisis económico de las estructuras constitucionales, la mirada de un economista sobre los fenómenos políticos.

3 Comentarios

  1. Con un nombre tan feo, normal
    Con un nombre tan feo, normal que su obra no valga la pena.

  2. Mi opinión es acerca de esto
    Mi opinión acerca de esto es que no puede existir un «bien común» para 7.000 millones de personas. Ni siquiera el planeta en sí tiene porqué ser un «bien común» aunque incluya a todo quisqui en sus adentros (ej. no llueve a gusto de todos).

    E aquí la definición que a mi entender debería ser pues:
    un tipo de bien que puede beneficiar a cualquiera sin a su vez generar pérdidas para alguien.

    Por tanto, toda habladuría sobre el «bien común» se tiene que quedar más bien para el ámbito metafísico o demagógico que puede incluir la política.

    ANTICRISTO, déjate los ‘nicks’ ridi-tenebrosos y manifiesta tu bello nombre pues.

    • FAKED13, creo que comparto
      FAKED13, creo que comparto con usted la misma visión de lo que podríamos entender por bien común a nivel sociedad. No obstante, mi propia concepción me parece problemática:
      * «beneficiar sin generar perdidas» si entendemos beneficio y perdida como algo gradual. Mas beneficio o menos en vez de hay o no hay.
      * Bien, mal, beneficio, perdida… lo veo algo en parte subjetivo. Es sujeto ‘valora’ en función de sus fines y de la idoneidad del medio.

      Como resuelve usted estos problemas? Cómo consigue describir lo que usted entiende por bien común a una persona que no comparte su visión?

      Un marco mental (para entenderlo y para entender a los ‘otros’) que me parece adecuado es el que sugiere Capella hablando de grupos más o menos cohesionados, no solo de personas sino a nivel células, o cuando habla del cerebro como ‘sociedad de agentes’ que cooperar y compiten.


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