El interés, legítimo o ilegítimo, justo, injusto, simple o compuesto, es uno de los objetos de estudio más controvertido en las ciencias sociales. La RAE, en lo que aquí nos interesa, lo define como "provecho, utilidad o ganancia", "inclinación del ánimo hacia un objeto, una persona, una narración, etc.", y "conveniencia o beneficio en el orden moral o material".
El hombre actúa en todo caso como consecuencia de una inclinación autónoma y personal. Dicha preferencia puede o no coincidir con el interés o las valoraciones de otro agente. En el intercambio voluntario, las valoraciones distintas convergen en forma de acuerdo mutuamente beneficioso. En términos subjetivos, quienes en él participan obtienen su propio interés generando sin quererlo una ganancia mutua.
Únicamente existe el "interés particular" frente al pretendido interés colectivo, social, general o público. La teoría política, y por extensión, la teoría económica, manejan comúnmente una dicotomía perversa en torno a la idea del interés. En esta línea, cualquier utilidad que se considere parte del interés general someterá al individuo, aunque no estime personalmente provechoso perseguirlo. El nomenclátor de intereses garantizados bajo dicha etiqueta es a su vez identificado con la motivación de lo público, los fines del poder social, cualquiera que sea su expresión. El interés colectivo prima sobre el particular, en términos morales y, por asimilación, también en términos jurídicos. Y de este modo, el poder social, incluso cuando éste sea privado y surgido del intercambio voluntario y la libre competencia entre agentes, será necesariamente identificado con los valores e "intereses" propios del catálogo que precisa lo general y lo colectivo.
Lo colectivo dentro del orden jurídico es comúnmente confundido con lo compartido. Se afirma que los límites jurídicos sobre el dominio privativo dependen estrictamente de una definición moral previa e indisponible de lo que debe ser parte del interés general. La teoría política incorpora estas ideas, concediendo sustancia y personalidad a la voluntad supraindividual. Tal abstracción coadyuva en determinar la entidad jurídica de los sujetos colectivos. Estos últimos no son descritos como aquella alianza competitiva y privada de intereses particulares en lo que a todos los intervinientes concierne y preocupa. Y en cuanto al Poder social público o Gobierno civil, deja de identificarse como aquel espacio común concretado por cierta integración institucional de una comunidad cultural y política. En ambos casos, son definidos por la presunta y metafísica preeminencia de una trama definida de intereses que somete a los individuos en sus querencias y necesidades personales.
El Estado no actúa como juez que dirime entre las reclamaciones de dos o más individuos. El Estado encarna intereses que gozan de un fondo autónomo y singular, fruto de la reificación de cierto constructo intelectual, práctica institucional u organización política, que deja de representar la coordinación pacífica de intereses sobre lo compartido, o su mera aspiración, para convertirse en el agente que representa y salvaguarda el interés general.
Aceptando semejante dualidad (o perversa dicotomía), el paso que sigue es el de calificar aquellos actos y fines particularísimos e individuales en función de su identidad u oposición con los valores e intereses considerados como colectivos o sociales por el consenso prepolítico. Egoísmo y altruismo pierden su auténtico significado para convertirse en instrumentos al servicio inquisitorial del socialismo.
Altruista será aquel que tenga interés particular en conseguir objetivos considerados sociales por la mayoría. El egoísta será quien persiga finescalificados como antisociales (pese a que, como hemos visto, todo intercambio voluntario, surgido del interés particular de dos o más individuos, genera un mutuo beneficio que debe considerarse "social" en sentido estricto), tachados de ese modo por el mismo consenso moral que define lo prepolítico y da lugar a cierto orden de convivencia. Se produce una relevante atribución de virtudes, así como de exclusión de vicios, para quien tenga como interés particular la realización de aquellos valores, fines y objetivos que se hallen incluidos dentro de la esfera de lo general, lo colectivo, lo público, en definitiva, "lo social". La avaricia será en todo caso un pecado egoísta, incluso cuando se ejerza desde la apariencia altruista. La filantropía no podrá ser nunca una cualidad más del individuo, sino que será interpretada como parte de su concienciación "social".
Siguiendo con esta idea, podemos afirmar que existen dos maneras de expresar y ejecutar fines particulares, en función de que hayan sido previamente categorizados como "egoístas" o "altruistas".
- El primer canal es el de la libertad, proyectada ésta en un entorno institucional dinámico y competitivo donde los acuerdos voluntarios y la formación espontánea de un espacio moral y jurídico compartido permiten que los intereses particulares tiendan a traducirse en forma de oportunidades que resulten mutuamente beneficiosas. El altruismo se expresa en este ámbito como la entrega libre y personal de un individuo a las necesidades de otros, quedando al margen del estricto intercambio económico. El dominio (poder limitado, revisable y plural) define el orden social que funciona de este modo.
- En segundo lugar, aparece la vía política, donde no existen intercambios libres y voluntarios, sino resignación, obediencia o adhesión. El egoísmo permanece y adquiere tintes dramáticos especialmente dentro de aparatos de represión y redistribución que ponen a disposición de quien ostenta todo el poder social y la autoridad pública (monarquía frente a poliarquía) un instrumento capaz de garantizar la preeminencia (en ocasiones, incluso la exclusividad) de cierto conjunto de intereses. Este altruismo aparente se traduce en la consagración jurídica de una serie de conductos redistributivos nutridos a través de la coerción de intereses particulares de unos, frente a una entrega sin contrapartida de medios suficientes para que otros consigan sus fines sin someterse al intercambio voluntario y las reglas institucionales compartidas. Se inventa la idea del conflicto de intereses, presentando al Estado como la única vía de resolución gracias al uso del monopolio de la violencia en que se traduce el imperio (poder ilimitado, inapelable y excluyente).
En uno y otro sistema funciona un principio desigual de atribución del control sobre los bienes y la propia integridad y dignidad personales. Dentro del primer mundo, el libre, individualista y competitivo, la propiedad plural se define en términos jurídicos como un dominio personal sobre determinados bienes, ordenado bajo la preeminencia institucional espontáneamente compartida, y que se encarga de dirimir y racionalizar la encarnación de la iurisdictio. En el segundo de los mundos descritos, el supeditado, colectivista y socialista, el imperio define las facultades y prerrogativas del poder social unificado (monarquía). Así, la iurisdictio se disuelve en el gubernaculum, quien se sirve de la legislación en su propósito por diseccionar el Derecho hasta desnaturalizarlo y convertirlo en la expresión del interés social.
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