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La amplitud de la libertad

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La libertad individual, como fundamento de la dignidad humana, no resulta posible en todo orden social sin atender a variables como Política, Poder, Derecho y Moral. Únicamente cierta combinación de dichas variables contribuye a la formación de sociedades donde sus miembros gozan de semejante reconocimiento personal.

La consideración máxima e individualista del ser humano existe cuando queda incorporada dentro de procesos amplios (en términos relativos), cuya extensión no resulta dimensionable a priori, aun cuando podamos distinguir un límite crítico a partir del cual puedan identificarse rasgos concluyentes.

1. En cuanto a las reglas de mera conducta, queriendo representar con este término tanto las reglas jurídicas, de por sí irresistibles, como las reglas de cumplimiento voluntario, de tipo moral, analizando su contenido aprehensible en ambos casos cabe concluir características que propician una ordenación eficiente de la conducta. La autonomía de la voluntad no se concibe dentro del grupo atávico y reducido, como tampoco fuera de la familia, hasta un momento muy reciente de nuestra historia.

El imperio de las reglas es mucho más severo y efectivo que el imperio del poder político arbitrario. Un orden de reglas intensamente interiorizado por los individuos, automatiza la conducta de forma poco flexible (la burla moral se refiere a un contenido mínimo y superficial). El fraude de reglas consolidadas (por la mera articulación de su contenido superficial) representa, dentro del grupo humano primitivo, un crimen capital en contra de toda la comunidad.

Este carácter estático del pequeño clan quebrará hasta quedar hecho añicos al mismo ritmo que los individuos de dicho grupo comiencen a reconocer al extraño (miembro de otra tribu o familia) y procedan a tratar e intercambiar con él. Los contenidos normativos se adaptan en clave de confianza y apertura, provocando cambios en dos direcciones: la regularidad permite definir reglas que, una vez especificadas (advertidas o no de manera consciente), producen nuevas regularidades (la fuerza centrífuga del Derecho y la moral, que diría S. Cotta). La permeabilidad del orden de reglas y su dinamismo serán el fundamento del éxito social de cada tribu, siempre necesitada del contacto con extraños próximos o lejanos.

La amplitud es evidente cuando un individuo, así considerado, establece vínculos comerciales, morales o políticos, con quien, hasta entonces, fuera un perfecto desconocido (un extraño). Desde ese mismo momento, nacerán entre ambos sujetos nuevas regularidades de conducta que ampliarán la perspectiva cognitiva de cada uno de ellos, relajando reticencias, disolviendo prejuicios y, por fin, favoreciendo futuros intercambios, todo ello consecuencia directa de una renovada y potente curiosidad.

En estas situaciones, los contenidos normativos se adaptan a una mayor velocidad, simplificando normas y principios, posibilitando el entendimiento entre esquemas morales aparentemente divergentes. El Derecho y la moral de una Sociedad abierta o extensa quedan circunscritos a un reducido núcleo fundamental de mecanismos de resolución de conflictos y salvaguardia de valores, depurado competitivamente y capaz de albergar singularidades no excluyentes.

2. En cuanto al poder y la política, el sometimiento progresivo a ámbitos de jurisdicción, consenso social y compromiso político mucho más amplios (que, en ningún caso, implica la centralización del poder, sino todo lo contrario, como veremos a continuación) ubicará al individuo en una posición de fortaleza frente a las pretensiones de dominación de otros individuos, alejando las tinieblas del enfrentamiento entre pequeños grupos y el consecuente aislamiento de su miembros.

El Estado, como señorío que da forma al poder absoluto organizado, procura la atomización social, rompiendo vínculos que le son ajenos, y absorbiendo instancias de poder que pudieran representar un freno a su inseparable carácter totalitario. El Estado nace en una época donde el individualismo florece, convirtiéndose en un conveniente, pero letal aliado, en la misión de romper las cadenas de un orden social parcelado.

Sólo la amplitud del poder (dispersión del poder, en realidad) permite al individuo mantener su resistencia contra el absolutismo estatista (concentración del poder), nacido de la espontánea atomización social (distinta de la atomización promovida deliberadamente por el Estado). La figura del contrapoder es más fuerte en órdenes de cierta amplitud, donde el Estado no sea capaz de seducir a todos e integrarlos en su maquinaria de dominación (federaciones de poderes locales o sistemas forales). La falta de dispersión de instancias de poder sobre las que se ejerce dominio tiende a concentrarlo y tramarlo dentro de una estructura única y excluyente (resultando más sencillo cuanto menor sea la población gobernada, aunque dependa de otros condicionantes culturales e históricos que impiden generalizar del todo la regla).

El poder político efectivo rebosa su cómoda esfera de control en la medida que los individuos, con antelación, extiendan sus vínculos y derriben viejas barreras morales, jurídicas y comerciales existentes entre culturas y pueblos. La discusión política supera fronteras forzando dos tipos de salida: la expansión (con concentración, cuando es violenta; sin concentración, cuando es acordada o progresiva), o la contracción del poder. La historia nos proporciona ejemplos de ambos escenarios, siendo ahora el tiempo del compromiso interestatal, como germen de un poder más extenso (en cuyo seno pugnan las posiciones, favorables unas a la concentración y el centralismo, defensoras otras de la dispersión –con forma federal, por ejemplo-).

El Poder (en el sentido amplio del término: poder personal, jurídico y/o político), mantiene una actitud bipolar en su relación con la libertad individual: la conserva y la destruye al mismo tiempo. Si bien, un poder amplio, extenso y disperso (plural), será, en todo caso, más débil y manejable por los individuos y sus asociaciones voluntarias. El liberalismo debe saber combinar la descentralización del poder con la extensión de los ámbitos de entendimiento, ampliando de este modo el orbe del consenso social y los valores que le dan sentido. Foralismo integrado, por así decirlo, o proximidad del magistrado (servidor público) al ciudadano, unido al límite de integración de cada facultad dependiente del poder político o jurisdiccional, que impide por sí misma, en términos de eficiencia, una distancia excesiva entre el problema y el encargado de resolver o administrar dicho problema (siendo la única vía abierta para la progresiva liberalización de ámbitos considerados artificialmente comunes).

El estudio científico de las reglas de mera conducta y del Poder (personal, político y jurisdiccional), nos permite afirmar que la amplitud (tal y como aquí se ha conceptualizado), resulta un condicionante básico de la libertad individual y la formación de órdenes sociales abiertos y extensos. Cuanto más intensa sea la interiorización de contenidos normativos estrictos, y más tramada y absorbente la integración del Poder (hasta llegar al absolutismo estatista), más pobre y débil será la manifestación individualista.

La libertad individual resiste y avanza en escenarios donde se produce, al mismo tiempo, una dispersión del poder, dentro de formaciones espontáneas más amplias (integración horizontal, confederalismo o federalismo suave), y un proceso dinámico de evolución del orden de reglas de mera conducta, vertebrado únicamente por unos principios fundamentales de la moral y el Derecho, articulables (en términos suficientes pero reducidos) en la comprensión abstracta de los contenidos normativos básicos, eficientes y coincidentes, de naturaleza histórica y evolutiva.

“La Libertad depende de la división del poder. La democracia tiende a la unidad del poder. Para mantener separados los agentes es necesario dividir las fuentes; es decir: hay que mantener, o crear, organismos administrativos separados. Para aumentar la democracia, un federalismo limitado es la única restricción posible a la concentración y el centralismo” (Lord Acton, Carta a Mary Gladstone, 20 de febrero de 1882).

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