¿Qué sucedería si una inmensa falla se abriera a lo largo de los Pirineos y la Península Ibérica se desgajara del viejo continente y flotase como una balsa a la deriva por el océano Atlántico con sus pobladores –españoles y portugueses– dentro de ella?
Esta inverosímil historia constituye el eje de la novela La balsa de piedra (1986) del escritor José Saramago en la que dos mujeres, tres hombres y un perro se dan cita en este viaje simbólico plagado de misteriosos acontecimientos que sirven a su autor para defender la cultura ibérica frente a la preponderante de la Europa septentrional y, de paso, arrear un mandoble ideológico al predominio de los EEUU sobre el mundo. Todo ello sazonado con las consabidas fobias progresistas contra la vida moderna, insolidaria y consumista.
Extraña utopía ésta de hermanamiento entre España y Portugal que se llevó incluso al cine por George Sluizer en 2002 con la actuación de gente tan comprometida como Icíar Bollaín, Federico Luppi (el del cinturón sanitario), Gabino Diego o Antonio San Juan.
En 1998 se convirtió Saramago en el primer escritor luso en obtener el Premio Nobel de Literatura. Se le reconocía así una obra original y una forma de pensar directa, atea, social y crítica, muchas veces polémica, pero sobre todo muy sincera. Le faltó tiempo para realizar en su discurso de aceptación del galardón una defensa del ambiente rural en el que nació. Nada más comenzar, les espetó lo siguiente a los académicos reunidos en Estocolmo: "El hombre más sabio que he conocido en toda mi vida no sabía leer ni escribir".
Sus luchas sociales fueron múltiples: desde el apoyo al pueblo saharaui y a los indios de América Latina ("víctimas de cinco siglos de humillación") hasta la defensa de la causa del juez Garzón. Nunca olvidó su compromiso con los más desfavorecidos de la tierra. Por supuesto fue un enemigo de la globalización. He aquí a uno de los intelectuales de referencia más destacados de la izquierda. Llegó a definirse a sí mismo como "comunista hormonal". Así, sin anestesia; comprensible para alguien que es todo corazón.
Desolado, como el mundo entero, por el terremoto de Haití, reeditó su libro La balsa de piedra con la única intención de ayudar a las víctimas de aquel aciago terremoto. Todos los ingresos que se obtuvieron de su venta fueron destinados íntegramente a la Cruz Roja Internacional. Fue una iniciativa que ciertamente le honra. Dicho esto, sin embargo, parece que no captó las condiciones necesarias para la creación de riqueza en una población. En su blog hizo un paralelismo con lo sufrido en Lisboa en 1755. "No hay noticia –escribió– de que un solo haitiano rico haya abierto sus bolsas o aliviado sus cuentas bancarias para socorrer a los siniestrados". Para él, la riqueza estaría dada y habría que repartirla inmediatamente. Un alivio temporal y, sin duda, necesario en determinadas condiciones; pero de persistir dicha actitud en el tiempo sería el camino más directo para mantener empobrecida a esa misma población. Hay mejores soluciones para paliar el sufrimiento humano (1, 2, 3, 4, 5).
Ahora que Portugal va a ser tal vez rescatado, me ha venido a la memoria esta Jangada de pedra ideada por Saramago. La tercera baja en el pelotón de la eurozona nos acercaría a una simbólica escisión de la Península Ibérica con respecto a la UE, tal y como ingresaron ambos países al mismo tiempo en la CEE (1986) y luego en la Unión Monetaria (1999). ¿Seguirá España a Portugal en su destino?; o, más bien, ¿será Portugal el que se una al sino de España? No faltan propuestas interesantes al respecto (1 y 2).
Pese a las fructíferas relaciones comerciales actuales entre ambos países, lo verdaderamente importante en estos momentos es que los dirigentes de ambos lados hagan en serio un necesario ajuste para salir del atolladero en que nos encontramos. A saber, la reducción de su déficit público desbocado así como de su pesada deuda, la flexibilización de sus anquilosados mercados, el alivio de la carga tributaria de sus empresas y ciudadanos, el fomento de la actitud emprendedora entre su población y el favorecer el aumento de la productividad de su respectivo tejido empresarial sin perder un minuto más para participar activamente en la presente globalización.
Sólo así marcharemos, hispanos y lusos, por la senda de un saludable crecimiento. Los demás atajos o aventuras ibéricas –al alimón o no– dejémoslos a los fabuladores de utopías.
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