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La coartada de la inflación de costes

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John Maynard Keynes había sostenido que el desempleo en la economía era consecuencia de una demanda insuficiente. Su receta mágica para salir de las recesiones económicas pasaba por incrementar el «gasto autónomo» (el gasto discrecional en la economía). A falta de inversión o consumo privados «suficientes», la solución venía a coincidir en esencia con más gasto público.

El paradigma keynesiano entró en crisis durante los años 70 cuando la economía estaba padeciendo simultáneamente inflación, estancamiento económico y desempleo. Si los apóstoles del inflacionismo y el despilfarro público querían sobrevivir había que inventar algo y pronto. ¿Cómo podía explicarse que los precios comenzasen a subir y además de forma significativa, antes de alcanzarse el pleno empleo? Fue en este contexto en el que apareció la idea de la «inflación de costes» como presunta explicación de tal paradoja: la culpa de todo la tenían los costes. No era la demanda la que hacía subir los precios, sino el creciente coste de los factores de producción. Esa carestía de los factores constreñía la producción. Suya era la culpa de la caída en la renta y la subida de los precios de los bienes y servicios finales.

La «inflación de costes» ha sido seguramente la penúltima trinchera en la que la teoría keynesiana ha tratado de refugiarse aprovechándose de una pobre comprensión sobre el proceso de formación de los costes y de los precios entre el gran público y no pocos economistas.

Armen Alchian describía con un bonito ejemplo cómo incluso la más evidente de las subidas de precios originadas por aumentos de la demanda de los consumidores aparecía como inflación de costes ante el observador casual. Supongamos que el Estado incrementa sus gastos y que recurre para su financiación al banco emisor forzándole a la emisión de nueva moneda para cubrir tales gastos –si los gastos se financiasen con una mayor recaudación fiscal estaría quitando poder adquisitivo a unos para dárselo a otros y no tendría necesidad de nueva moneda envilecida–. La nueva moneda incrementa los ingresos de los receptores del gasto público, que a su vez incrementan sus expendios pasando por ejemplo a comer carne o pescado cinco veces por semana en lugar de tres.

Las carnicerías y las pescaderías –que de momento no tienen motivo para subir los precios– ven reducirse sus existencias más aprisa de lo que venía siendo habitual y de lo que tenían previsto. Para reabastecerse se dirigen a los mercados mayoristas, produciéndose en éstos el mismo fenómeno de rápida minoración de stocks. Así que los mayoristas dan orden a sus agentes de que se reabastezcan en las lonjas y en los mataderos. Llegados a este punto es donde la presión de la nueva demanda se manifiesta con toda su intensidad. A los antiguos precios no hay pescado ni carne para todos los reabastecimientos. En tal caso y como hay disparidad entre la oferta y 1a demanda, el precio sube hasta que la oferta y la demanda coincidan, de tal modo que ningún oferente o demandante dispuesto a aceptarlo abandona insatisfecho el mercado. Cuando a la semana siguiente las amas de casa protestan por la subida en el precio de la carne, el carnicero comentará todo convencido que han sido los costes incrementados a los que se enfrenta los que le obligan a cargar precios más caros.

Una de las grandes aportaciones que realizó la Escuela Austriaca a la Ciencia Económica fue la del concepto de coste de oportunidad. El coste de llevar a cabo una acción es la utilidad que dejamos de obtener por tener que renunciar a otra acción alternativa. En términos monetarios, el coste de un factor es igual al valor que tiene que pagarse por un factor para incorporarlo a una línea de producción y superar las pujas de otros que tratan de atraerlo a producciones alternativas. La demanda final de los consumidores es la que determina qué línea productiva se lleva el gato al agua y, por ende, el nivel al que se acaba fijando el coste de los factores. Si, por ejemplo, los fabricantes chinos aumentan sus volúmenes de producción para satisfacer la creciente demanda de sus productos, presionarán al alza sobre el coste de los factores intermedios (acero, cemento…) y las materias primas (petróleo, cobre…) para poder disponer de los mismos en mayores cantidades. De nuevo aquí, una insuficiente comprensión de la cadena causal pone el énfasis de la inflación en los costes en vez de en la demanda. La cadena de causas en realidad va de los precios esperados a los costes ofrecidos y no, como sostenían los antiguos economistas clásicos, de los costes satisfechos a los precios solicitados. Si bastase con comprar factores de producción y luego ponerles un margen y revenderlos cualquiera podría dedicarse al comercio, pues cualquier línea o negocio produciría beneficios sin mayores calentamientos de cabeza.

Existe un tercer escenario en el que la idea de inflación de costes –distinta de la inflación de demanda– aparenta mayor plausibilidad que las dos anteriores. Se trataría del caso en el que los propietarios de los factores retienen parte de la producción, sacando menos cantidad al mercado y, de esta forma, elevando su precio. Aunque tal caso parece ser una excepción del supuesto de que es la demanda final la que es la responsable última de las subidas de precios, un examen más cuidadoso nos hace comprender que esto no es así. En realidad, los «especuladores» que retienen producción están actuando como agentes de la demanda futura que se prevé más fuerte que la actual. Es el previsible mayor precio del futuro el que retira la producción del presente. En casos de depreciación sistemática del signo monetario, no es de extrañar, por tanto, que se produzca un significativo incremento de los inventarios al existir pocas dudas de que las pujas en términos monetarios nominales de mañana serán significativamente superiores a los de hoy.

Resumiendo: en general y salvo casos muy excepcionales de desabastecimientos causados por guerras, plagas o catástrofes naturales (difícilmente el caso en los años 70 y para todo el mundo), la subida generalizada y constante de precios es consecuencia del incremento del circulante envilecido, la anticipación de incrementos futuros y la parcial monetización de materias primas, inmuebles y otros bienes reales como depósitos de valor alternativos más adecuados. Algo que, por otra parte, todos los críticos del inflacionismo y las teorías keynesianas habían pronosticado con cierta antelación; augurios que los predicadores del envilecimiento monetario se esforzaron por silenciar.

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