Es habitual defender el liberalismo solamente desde el punto de vista de la economía, como una ideología acertada según algún criterio utilitarista como el crecimiento de la actividad económica, los ingresos y la riqueza. Es menos frecuente promover la libertad en ámbitos que tienen un fuerte contenido moral o ético, especialmente si la exquisita sensibilidad de las personas, pobrecillos, puede verse afectada al tratar temas delicados y problemáticos de forma rigurosa, radical y consecuente, sin pelos en la lengua, sin eufemismos y llamando a las cosas por su nombre.
Hay aspectos de la realidad, cargados de tabús y prejuicios aparentemente inmutables, sobre los que resulta difícil pensar y argumentar sin dejarse llevar por intuiciones morales que a menudo están injustificadas, son arbitrarias o falaces, o se utilizan de forma deshonesta e hipócrita. A la gente le preocupa su imagen, su popularidad, su reputación como persona de bien, su estatus social: no quiere meterse en líos defendiendo cosas que los demás critican; vamos a llevarnos bien, repitamos de forma acrítica los tópicos propios de nuestro grupo o cultura, rechacemos el mal y apoyemos el bien según los entienda la mayoría.
Los individuos actúan según sus preferencias e intereses. Una posible acción es la promoción o imposición de normas imperativas sobre la conducta de los agentes para conseguir, mediante la coacción estatal institucionalizada, que se produzca lo que a uno le gusta, y que desaparezca, al menos en teoría, lo que le disgusta. Es un uso intolerante de la legislación como herramienta de ingeniería social para promover los valores de unos a costa de los valores de otros. Naturalmente, la intervención no se justifica así: se pretende que es por el bien de los afectados, o al menos de la mayoría de la población; o todo el mundo sabe que eso está mal (las drogas, la prostitución, los beneficios excesivos, las condiciones de trabajo indignas, etc.).
La auténtica promoción de la libertad consiste en defender que todo el mundo tiene derecho a hacer cosas que pueden no gustarme, pero que yo no puedo legítimamente prohibirlas porque son actividades que no suponen una agresión contra nadie: no hay víctimas, no hay violencia, no hay fraude ni estafa, no hay perjuicios claros y directos. No se trata de robos, secuestros, violaciones, asesinatos o daños en general contra las personas y sus posesiones. Tampoco son incumplimientos de contratos ni abusos de bienes comunes.
Puede haber personas que declaren verse negativamente afectadas por ciertos actos, interacciones o relaciones de otros. Pero esa sensibilidad no les da derecho a entrometerse en las vidas ajenas. Si así fuera, todo el mundo podría interferir permanentemente en todos los asuntos de todos los demás simplemente mostrando su oposición, lo cual haría la vida imposible. Por eso existe el derecho de propiedad como único derecho humano fundamental, como única norma universal, simétrica y funcional que permite evitar, minimizar o resolver conflictos: el propietario es quien legítimamente controla y decide sobre el uso de sus bienes; sólo las preferencias del dueño legítimo son éticamente relevantes; los demás pueden opinar y valorar lo que quieran, pero no tienen derecho a interferir mientras se respete su libertad y su propiedad.
Walter Block escribió en 1976 Defendiendo lo indefendible, libro recientemente traducido y publicado en español. Se trata de una obra que no profundiza en una justificación teórica de la ética de la libertad sino que se concentra en sus aplicaciones prácticas y aplicadas más difíciles, defendiendo como héroes a aquellos que no actúan violentamente contra nadie y sin embargo son víctimas de la opresión legal y el estigma social: algunas actividades, que pueden incluso ser profesiones, son despreciadas, consideradas inmorales, juzgadas como cosas objetivamente malas; no sólo son rechazables, o sea que se pueden rechazar; muchos insisten en que se deben rechazar, que son inaceptables.
El estigma social contra ciertos cabezas de turco o chivos expiatorios es algo que un liberal puede criticar pero difícilmente puede pretender prohibir: si los miembros de una sociedad quieren rechazar algo, allá ellos, se trata de sus vidas, sus creencias, sus opiniones, sus preferencias. Sin embargo la coacción legal es algo diferente, porque se trata del uso de la violencia organizada en contra de la propiedad privada y de la libertad de contratación voluntaria entre las partes.
Defendiendo lo indefendible es un libro valiente que explora ideas radicales y extremas que pueden resultar incómodas para muchos. Se trata de una obra muy recomendable que pondrá a prueba la consistencia intelectual y los principios liberales del lector. Tiene ciertas limitaciones, como el hecho de que se concentra en figuras típicas de la sociedad y la economía norteamericanas de hace varias décadas que quizás no son tan relevantes o comprensibles en otros lugares y en el momento presente.
Es una obra que también tiene carencias o errores, y en algún caso son relativamente importantes. Y si uno quiere defender posturas polémicas y que muchos van a considerar extremas e inadecuadas, conviene hacerlo con sumo cuidado y argumentando con consistencia.
Walter Block asegura que en la práctica estos héroes políticamente incorrectos benefician a la sociedad. Pero el hecho de que los participantes en un intercambio libre se beneficien subjetivamente a título individual, al menos a priori, no implica que el resto de la sociedad también valore positivamente su interacción. Y de hecho la oposición generalizada puede ser una muestra de que no es así. La acción demuestra las preferencias de los agentes directamente involucrados, pero los observadores pueden preferir que esas acciones o intercambios no se produzcan. La prohibición daña con seguridad a quienes libremente llevarían a cabo esas actividades, pero no necesariamente a todos los demás. Prohibir ciertos actos puede resultar perjudicial para muchos, o no, según las circunstancias, dependiendo de si se prohíben suficientemente bien o si surgen mercados negros y víctimas colaterales (como en la guerra contra las drogas).
Según Block el liberalismo condena solamente la iniciación de la violencia, y aquí conviene matizar: también condena actos no físicamente violentos contra la propiedad como los hurtos, y muy especialmente el incumplimiento de los contratos voluntariamente pactados. Y tal vez haya actos para los cuales la noción de violencia sea excesiva, pero pueden producir daños difusos a terceros (contaminación, externalidades negativas difusas).
Para el autor el mercado produce algunos bienes que son inmorales, o el mercado debe ser visto como amoral (ni moral ni inmoral): pero no define qué es la moralidad, o la virtud, qué normas o valoraciones implica, si es algo universal y objetivo y por qué algo concreto es inmoral. Block llega incluso a referirse a fines buenos y malos, como si olvidara que los bienes no tienen valores intrínsecos sino que las preferencias son siempre subjetivas y relativas.
Una carencia importante de esta obra es explorar por qué ciertos actos libres son mayoritariamente rechazados y generan repulsa. La psicología evolucionista puede explicar estos fenómenos como resultado de un conocimiento económico intuitivo defectuoso, por tendencias o instintos típicos de individuos en grupos pequeños que no son funcionales o adaptativos en sociedades extensas, y como señales de conformidad, pertenencia, lealtad o estatus en relación con un grupo.
Según Block el uso de la fuerza sólo está justificado para la defensa, como represalia, o para establecer la justicia como respuesta a una agresión previa. Olvida dos casos fundamentales: para exigir el cumplimiento de lo pactado en un contrato (que no son meras transferencias de derechos de propiedad sino generadores de normas prácticas concretas cuyo cumplimiento es exigible mediante la fuerza), y para garantizar el cumplimiento de las normas de uso de ciertos bienes comunes (como los espacios públicos) y evitar su abuso por parte de algunos.
Sobre la prostituta Block afirma que es un tipo de interacción en la cual todos los seres humanos participan, porque en realidad nadie da nada gratis, siempre se espera algo a cambio. Pero la moderna economía conductual muestra que los agentes interpretan de modos muy diferentes las relaciones amistosas personales, en las cuales se intercambian informalmente favores, y las relaciones comerciales impersonales en las que los afectos no son relevantes. A la prostituta se le paga no sólo para practicar el sexo, sino para que se marche después y no pretenda establecer una relación amorosa. La prostitución es una profesión, pero no es como cualquier profesión.
Respecto al machista o cerdo chauvinista, el libro está escrito en un momento y sobre un país muy diferentes de lo actual: hoy día los tribunales suelen tomarse muy en serio las acusaciones de violación; en algunos países el cliente masculino de una prostituta puede ser arrestado; ya no hay por lo general las restricciones a mujeres casadas respecto de sus maridos. Hoy es frecuente la discriminación positiva a favor de la mujer y la lucha generalizada contra el sexismo y contra el acoso sexual.
Block trata de un plumazo el tema del aborto (la mujer es dueña de su útero), que es un asunto enormemente complejo. También trata muy por encima el tema de ciertos bienes comunes como las calles, plazas y parques. Menciona que lo controlado por el gobierno es propiedad robada, y esto no es necesariamente el caso.
Los liberales critican, casi siempre de forma acertada, a los gobiernos y a los Estados, reclamando que se respeten los derechos de propiedad privada de los individuos. Pero la propiedad individual no siempre es posible porque hay ciertos bienes que se adquieren y gestionan de forma conjunta, como una tribu que se apropia colectivamente de una cueva o un grupo de colonos que se establece y funda una ciudad en la cual ciertos espacios, como las calles, son comunes y se gestionan mediante algún tipo de gobierno local: puede ser muy difícil separar ámbitos de control, o simplemente los individuos no desean hacerlo y consideran conveniente recurrir a normas de uso, respaldadas al menos en parte por el uso de la fuerza, para evitar las típicas tragedias de los bienes comunes.
La propiedad siempre es privada en el sentido de que hay propietarios y no propietarios de un determinado bien, y los no propietarios pueden ser excluidos de su uso; pero la propiedad privada no siempre es individual, y cuando hay varios usuarios es necesario establecer reglas de uso que sirvan de referencia para permitir la coordinación y minimizar los conflictos. Estas reglas pueden parecer liberticidas en el sentido de que pueden prohibir muchas cosas que una persona libre puede hacer en su propiedad, pero es que precisamente se trata de que los bienes comunes se limiten al mínimo posible y se dediquen a su función esencial: por ejemplo las calles para desplazarse, no para apropiarse de ellas a título individual, establecerse y bloquear el paso.
Un problema típico de estos espacios públicos es su limpieza. En el capítulo dedicado a quienes los ensucian, Block usa un juego de palabras con diferentes términos que se refieren a la basura, y según él la suciedad y los desperdicios que se tiran y limpian en el dominio público son algo esencialmente diferente de los del ámbito privado: los restaurantes permiten, al menos hasta cierto punto, que sus clientes dejen caer objetos al suelo, como trozos de pan, servilletas, o cubiertos, porque si no lo hicieran perderían clientes; los dueños exigen que se respeten normas relativas a la basura en función de los deseos de los clientes, según el local sea más o menos exquisito; pero en el ámbito público el gobierno no tiene en cuenta los deseos de los ciudadanos, y aunque quieran tirar basura se lo prohíbe.
¿Cómo sabe Block cuál es la norma que los ciudadanos consideran óptima respecto a la basura en los espacios públicos? La respuesta es que no lo sabe. Simplemente asume que los ciudadanos quieren tirar basura y el gobierno malvado no se lo permite. Tal vez no entiende que la basura es una externalidad negativa y que igual que un individuo no puede tirársela al vecino tampoco puede deshacerse de ella en el espacio público, que está para transitar por él y no es un vertedero. No todos los bienes públicos son ilegítimos ni son equivalentes a bienes no poseídos de los que cualquiera puede apropiarse. Los poderes públicos hacen bien en vigilar que algunos individuos poco respetuosos de lo común abusen de los espacios compartidos y provoquen costes que deben asumir otros.
Los ciudadanos suelen preferir calles limpias (igual que prefieren entornos privados limpios); la limpieza absoluta es imposible, y el grado de limpieza debe determinarse en función de sus costes, tanto de no ensuciar (no producir desperdicios o deshacerse de ellos en la propiedad privada o en espacios públicos dedicados) como de limpiar lo ensuciado.
El civismo típico de las sociedades civilizadas avanzadas, compatible con la libertad individual, consiste en que los individuos respetan los espacios públicos, no abusan de ellos, internalizan costes en la medida de lo posible y no producen externalidades negativas. Las calles están limpias en buena medida porque está prohibido ensuciarlas y se sanciona a quienes lo hacen para que dejen de hacerlo y asuman su parte del coste de limpiar. Las calles sucias, las pintadas, el vandalismo callejero, son típicas de países o zonas pobres y socialmente conflictivas.
Block cree haber demostrado que no hay nada malo en que la gente ensucie los espacios públicos (no viola los derechos de nadie) porque ya lo hace en algunos espacios privados. Ignora que en los peculiares recintos privados que él pone como ejemplos (cines, estadios) la basura se genera como residuos de productos que los dueños están interesados en vender (envases de refrescos y comida que suele estar prohibido traer de fuera), la basura que cada uno produce se queda a su lado sin molestar a otros para el disfrute del espectáculo, y el coste de recogerla al final es mucho menor que las molestias que supondría para cada persona moverse a un cubo de basura (especialmente durante el espectáculo).
También estudia Block la problemática de las heces de perro, básicamente para sugerir que si las calles fueran privadas se encontraría empresarialmente una solución satisfactoria para todo el mundo. Pero resulta que en los lugares donde las calles son privadas (centros comerciales, parques de atracciones, urbanizaciones privadas), tirar basura en el ámbito compartido suele estar estrictamente prohibido, y el caso de las heces animales es especialmente grave (a menudo ni siquiera se permite el acceso de animales). Mantener zonas dedicadas para que los animales hagan sus necesidades puede ser caro e inconveniente: estos lugares quizás no estén suficientemente cerca cuando el animal decida orinar o defecar, y vigilar su buen uso puede ser muy costoso.
Que los ciudadanos paguen sus impuestos y que estos sirvan para mantener y limpiar las calles no implica que tengan derecho a ensuciarlas. Es realmente absurdo pretender que el individuo que tira basura en la calle es un héroe cuando en realidad es un guarro incívico y mal educado.
1 Comentario
Me gustaría conocer su opinión respecto al capítulo titulado «los que gritan fuego en un teatro lleno». Soy defensora de la libertad de expresión, y reconozco que gritar «fuego» en ese contexto no debe ser amparado por la libertad de expresión.