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La democracia posible

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A día de hoy todavía quedan plazas ocupadas por indignados en toda España desde que hace ya casi un mes un movimiento aparentemente heterogéneo y abierto se echara a la calle a protestar contra el poder establecido. Primero se presentaron bajo el paraguas de una marca blanca que fue descubriendo un programa de carácter netamente colectivista y populista bautizado como ‘toma la plaza’ y entre cuyas exigencias para cambiar el sistema se encuentra la nacionalización de los bancos, la expropiación de viviendas o la subida de impuestos entre otras medidas socialistas.

Aprovechando un clima generalizado de indignación, la Izquierda social, decepcionada con la Izquierda política por no encontrar una salida de izquierdas a la crisis, se ha echado a la calle buscando una legitimidad que no encuentra en las urnas. La democracia asamblearia ha dejado de ser el sueño húmedo de algunos teóricos nostálgicos de una Antigua Grecia idealizada bajo el totalitarismo democrático actualizado en la tiranía de la voluntad general rousseauniana para llevarse a la práctica en el mismísimo centro de España.

Las últimas noches en Madrid nos han dejado una metáfora casi perfecta sobre la cuestión de fondo que planea sobre esta disyuntiva entre legitimidad representativa y legitimidad popular. Lo que entendemos por democracias en Occidente es algo más que un mero procedimiento de toma de decisiones en el que la mayoría impone su voluntad; al contrario, permite el control efectivo del poder eligiendo gobiernos de mayoría que respeten a las minorías. Frente a esta democracia representativa o liberal, se contrapone la democracia como fin en sí mismo sin admitir, por tanto, ningún tipo de cortapisa a esa decisión ejecutiva, casi sagrada, que emana de la mayoría.

Esta forma de democracia pura tiene, además, el inconveniente de su difícil articulación en sociedades complejas. El proceso farragoso que se está reproduciendo en algunas plazas españolas demuestra cómo el tiempo es un bien escaso y la especialización también hace necesaria la existencia de representantes que tengan un mandato legal y reconocido por el que tomar decisiones. Lo contrario supone dejar el control de esas asambleas a minorías ociosas e interesadas en atribuirse una representación ficticia, proceso por el cual pretenden legitimarse como mayoría e imponer su voluntad sobre el resto de la población. La propia naturaleza de estos grupos, parasitaria del Estado, es la que marca su agenda, pues siempre tenderán a aumentar la dependencia individual del colectivo, ya que ese es su propio modelo de existencia que no solo quieren mantener sino incrementar y perpetuar.

La democracia real y posible es la que ya tenemos, con sus imperfecciones que también son las nuestras. Por muy indignados que estemos legitimar la toma de las calles solo nos conducirá a poner en duda la legitimidad representativa y socavar el Imperio de la Ley. Mientras exista, no todo vale, y permanecer dentro de sus límites es el mejor aval de una sociedad libre y próspera. Puestos a mirarnos en el espejo de los antiguos filósofos griegos en estos tiempos, sería conveniente recordar la última lección que nos legó Sócrates al aceptar su condena a muerte bebiendo la cicuta en lugar de escapar a la fatal pero legal sentencia.

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